Morena y el peligro de volvers

Morena y el peligro de volverse partido-Estado a lo PRI o perredizarse

En 1929 Plutarco Elías Calles, ya expresidente de México, fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR). En 1938 fue refundado por el entonces presidente Lázaro Cárdenas como Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, finalmente, en el sexenio de Manuel Ávila Camacho, fue reconstituido en 1946 como Partido Revolucionario Institucional (PRI).

El PRI fue fundado como un partido-Estado para acompañar al poder presidencial y cumplió sustancialmente en la función de aglutinar e institucionalizar a las diferentes facciones caudillistas revolucionarias que se disputaban el poder de manera desorganizada.

La genialidad política de Elías Calles le permitió federalizar a esos bandos y evitar que se siguieran convirtiendo en un factor de poder regional (casi feudal) que debilitaba y desestabilizaba la gobernabilidad del país; entonces la visión fue la centralización del poder en la figura presidencial, dotándola también de facultades metaconstitucionales que le permitían dirigir al partido-Estado y ser el decretador interno. Dado el contexto de la nula institucionalidad y violencia que esto generaba, la construcción de las instituciones por la vía democrática en ese momento no era opción.

Pero como siempre sucede con las concentraciones de poder en un solo personaje, el factor tiránico intrínseco en el ser humano sale a flote, dando lugar a los excesos de poder. Y fue así como se instauró el régimen del Maximato, en el que Plutarco Elías ejerció su poder transexenal, imponiendo y destituyendo presidentes, hasta que la llegada a la presidencia de Lázaro Cárdenas derivó en su exilio. Y es ahí, a mitad de su sexenio y con la transferencia del PRM a PNR, cuando se da un oasis de apertura de democracia política, incorporando a las masas en la participación partidista. Pero cuando el partido es rebautizado como PRI, vuelve a tornarse una élite política, la única poseedora de los derechos políticos apoyada en el corporativismo, que resulta en la práctica un arreglo de control político de los diferentes sectores de la sociedad, ideal para la creación y sostenimiento de un sistema autoritario, como ha sido precisamente el caso mexicano ejercido por el PRI como partido hegemónico y sujeto a la voluntad de una sola persona: el presidente en turno.

La gran obsesión partidista del presidente Andrés Manuel López Obrador, desde que militaba en el PRD, ha sido la de liderear un partido/movimiento; pero en el sol azteca, lejos de atenderse esa lógica porque desde su fundación estuvo envuelto en la dinámica de las tribus, jamás prosperó la idea del movimiento. Y es entonces que López Obrador crea lo que llamó el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), un movimiento social y a su vez un partido político, según el presidente y sus cofundadores.

Difiero profundamente con que Morena sea un movimiento social porque no tenía una causa social, sino electoral: colocar en la presidencia a AMLO. Y, realmente, su dinámica y lógica interna no ha sido aún la de un partido político.

Morena localiza su fundación en 2011 como movimiento político, posteriormente en 2012 se constituye como asociación civil y finalmente en 2014 es constituida como partido político, pero en la real praxis más bien fue un comité de campaña electoral permanente hasta el 2018. Perfectamente entendible, no había tiempo que perder, era la última oportunidad para que Andrés Manuel llegara a la presidencia de la república. Pero, ya con el objetivo cumplido, Morena apenas está en vías de formarse y formalizarse como un verdadero partido político.

Ante la sorpresa del avasallante triunfo electoral del 2018 (incluso inesperado para los propios morenistas), ahora Morena se ve como el nuevo partido hegemónico y, al igual que el PRI en sus inicios, tiene enfrente el titánico reto de institucionalizar a sus muy variadas corrientes, que oscilan entre la ultraderecha (Alfonso Romo) y la izquierda social (Paco Taibo) con un entremedio de estos dos polos donde se ubican todos los demás matices de posiciones ideológicas que conviven y se disputan el control de sus dirigencias, tanto las estatales como la nacional.

El altercado entre Ricardo Monreal y Martí Batres no fue un caso aislado, sino el espejo de lo que sucede en cada uno de los estados que se encuentran enfrascados en una lucha férrea hacia el interior por asumir ese control de las dirigencias.

Si bien es cierto que estas disputas expresan el riesgo de que Morena pueda perredizarse —es decir, que se envuelva en la misma dinámica de tribus como sucedió en el PRD—, también existe el peligro latente de asemejarse al PRI como un partido de Estado hegemónico, sujeto a esa voluntad unipersonal del presidente, es decir: avivar el garrafal peligro histórico del presidencialismo mexicano.

En ese sentido, los estatutos de Morena fueron diseñados para evitar que la discrepancia interna sea exteriorizada. Dicho de otra manera, todos los conflictos internos sólo se podrán resolver desde adentro en la comisión de honor y justicia y se sanciona el exponer de manera pública los problemas surgidos en el interior del partido. Lo que en teoría podría tender a una disciplina férrea al más puro estilo priista.

Hoy por hoy, la gran mayoría de las dirigencias estatales, así como la nacional, carecen de liderazgo y de popularidad ante las bases de su militancia, lo que les ha provocado un cierto descontrol en vísperas de la renovación de sus consejos estatales, el consejo nacional y sus dirigencias.

El origen de todas estas batallas internas en los estados y en lo nacional fue el mecanismo que se utilizó para elegir candidatos que compitieran en las elecciones del 2018: no mediante los engranajes democráticos, sino en su gran mayoría mediante la vieja usanza del dedazo. Y en candidaturas para cargos de alta relevancia y con contendientes de elevada envergadura eran definidas a través de encuestas que ni los propios contendientes conocieron, y esto justamente obedeció a que Morena en la práctica real no tenía la estructura ni el funcionamiento de un partido político, por ende las definiciones de candidaturas y de las dirigencias se dieron de manera vertical. Pero el proyecto primordial de aquel momento (tomar el poder presidencial) mantuvo la unidad.

El presidente López Obrador hoy se encuentra ante la disyuntiva de permitir y crear las condiciones para que se consoliden las rutas naturales democráticas que logren que Morena finalmente se constituya como un partido político en toda la extensión del concepto y asuma la responsabilidad de ser la conciencia política, el custodio de la ideología del propio partido y del régimen —lo que ahora si le permitiría luchar por una causa social que provoque cambiarle el rostro a nuestro país—, o de asumir de nueva cuenta que no hay tiempo que perder, por lo que, para evitar la perredización en tribus, habría que instaurar un neomaximato que asegure el control y la unidad del partido hegemónico, con todo y los peligros antidemocráticos que esto conlleva.

Hoy más que nunca existe una gran posibilidad real de que la primera opción sea la más factible, debido a que, a mi juicio, Morena cuenta con una militancia base más progresista y con un sentido comunitario más desarrollado que las militancias de los otros partidos. Además cuenta con el apoyo de las intelectualidades más denotadas de este país, en consonancia progresista y comunitaria con esa militancia de base. De tal manera que en estos tiempos se cuenta con mayores instrumentos ideológicos, humanos y democráticos para ya no sólo depender de la genialidad política de un sola persona, lo que podría evitar peligros democráticos para Morena y México.

Las interrogantes, de todos modos, quedan en el aire. ¿Perredización? ¿Neomaximato/partido hegemónico? ¿O la construcción de largo aliento del primer partido político en el poder verdaderamente democrático?

Aarón Tapia. Periodista conductor del programa de radio La Tertulia Polaca
en La Voz Del Pitic 88.1 FM y colaborador de análisis político
en el noticiero Titulares de Radio Fórmula Sonora.

@Naranjero75

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