No hace tanto tiempo que en México estábamos acostumbrados a que el gabinete presidencial fuera un amurallado militar y, por consiguiente, a que los secretarios de estado se atrincherasen en sus cargos pese a los escándalos de corrupción propios y subordinados, ineptitudes y luchas internas de poder que superaban al propio presidente. El gabinete se convirtió entonces en un juego de acuerdos y equilibrios perversos que respondía más a los intereses de los financistas de las campañas electorales que a las necesidades del país o a las capacidades del funcionario en cuestión: un laberinto maquiavélico de cuotas donde el poder se repartía de manera corporativa entre distintos sectores de las cúpulas empresariales a las que cada uno servía: los Nuños y los Videgaray, caracterizados siempre por ese desborde de arrogancia vinculado al sentimiento de creerse intocables, los de Osorio y hasta los de Narro, fontaneros profesionales en las entrañas del Estado.
En los últimos meses, el gabinete del presidente López Obrador ha sufrido distintas modificaciones que han transformado el engranaje de funcionarios públicos en tareas fundamentales, renuncias y dimisiones que tienen su origen en dos elementos principales: diferencias con elementos concretos de la ejecución política, como en el caso de Germán Martínez o de Carlos Urzúa, o (profundos) errores de estilo, que en otro sexenio no hubieran dado ni para una nota periodística, pero que se asumen con entereza en el nuevo momento político, como la dimisión de Josefa González al frente de la Semarnat.
Y hay que reconocer que, aunque formar parte del gabinete presidencial de AMLO puede ser un honor sin comparación por la oportunidad de servir al pueblo en un momento clave, es, por encima de todo, luchar contracorriente para frenar la inercia de un aparato estatal que se configuró para responder a los intereses de las élites económicas, culturales y políticas privilegiadas, porque los momentos de revolución social, como decía Walter Benjamin, son, más que nada, el freno de emergencia de las sociedades para no estrellarse definitivamente contra el muro.
Y es que nadie dijo que la transformación de México, construido en las últimas décadas sobre los pilares del influyentismo, el nepotismo y la corrupción, iba a ser una tarea sencilla. Planteaba Lenin que las transformaciones políticas tenemos que entenderlas como una locomotora de vagones, en el que sus actores políticos, que no necesariamente son militantes políticos ideológicos de un proyecto, nos acompañan y aportan hasta determinada estación, donde estos se bajan, y suben otros nuevos, que siguen alimentando los motores y revitalizando la marcha del tren. Y es que Morena y sus gobiernos, a diferencia del proceso político en su conjunto, van a tener relevos institucionales permanentes, urgentes e, incluso, instantáneos, porque estamos viviendo en nuestras propias manos la diferencia entre táctica y estrategia, porque nos toca un sexenio que tiene el reto de arreglar aquello que se rompió hace décadas: la movilidad social, la pobreza extrema y la tranza como motor del impulso social. Por el momento el gabinete presidencial ha dejado de ser una trinchera que secuestra a la ciudadanía para una batalla interna. Y eso ya es ganancia.
Abraham Mendieta. Analista político experto
en discurso político y populismo latinoamericano.
Twitter: @abrahamendieta