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Siempre escuchamos y decimos —no sin verdad— que los platos emblemáticos de un país son aquellos que vienen de abajo, los que cocina el Pueblo; los que están al alcance de la mano; incluso hemos creado historias alrededor de esos platillos: la discada, la paella o los tacos de cabeza. El ingrediente común: la necesidad.

Algo tiene de lógica: el ingrediente más abundante y democrático es la necesidad. Está en todos lados y en todas las tradiciones culinarias. La necesidad es la marca de la cocina, porque hacer de comer es solucionar un problema de la manera más eficiente y sabrosa posible. Porque todos tenemos la mala costumbre de comer, aunque no todos puedan satisfacerla en forma… o tiempo.

La necesidad potencia el ingenio, sazona la imaginación, pero, sobre todo, ofrece perspectiva. Porque las circunstancias apremiantes funcionan de dos maneras: reducen un plato a su mínima e indivisible expresión (la especificidad de su lenguaje) o crean combinaciones potentes, dramáticas y teatrales (una sopita de tortilla, por ejemplo).

Mi madre es una artista de la necesidad, conoce el lenguaje de la cocina y posee el coraje de la carencia. No tiene mejor manera de expresarse; tampoco la necesita.

Como todo artista, mi madre conoce cada una de las etapas de su arte: pero, también como todos los artistas, sabe manipular, engañar y crear soluciones efectistas. ¿De qué depende? Del ánimo, de la ocasión, de lo que haya en la despensa. Como una directora teatral, sabe que ningún elemento de la escena es reemplazable… y también que ninguno es indispensable, y que el dominio del tiempo es lo que esculpe el sabor.

Hay en ella, en la artista, una intención elemental: transformar los ingredientes en una ocasión y los sabores en cariño. Porque esa es la manera que tiene de querer. A través de la comida alimenta, cuida y educa. Y nada que pase por sus manos es simple: dentro de su sencillez hay una sofisticación poderosa; como si en el plato pusiera un trozo de su vida o toda la tradición gastronómica que la antecede; y la Historia huele a chicharrón en salsa verde.

Mi madre pinta su comida con colores básicos y formas conocidas. No hace vanguardia, por el contrario: es una base, un fundamento, una columna… Porque en la cocina construyó su templo con cebollas, ajos, vinagre, jitomates y tomates verdes: “si tienes eso en casa, tienes todo en casa”.

Como los buenos maestros: no enseña recetas, comparte conocimiento, explica las letras y que cada quien arme sus propias palabras, su propia historia. Sus brazos no abrazan, pero sus manos son balanzas, medidas y esperanzas. Porque acaricia todo lo que prepara y no hay comida que prepare sin dar las Gracias.

Sazona con una cruz de sal. Es cocinera y oficiante. Convirtió la necesidad en su más grande abundancia.

 

Diego Mejía. La hizo de reportero, editor y repostero.
También es copy y locutor en #Mancha por @nofm_radio.

Twitter: @diegmej

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