Cocinar es una tensión entre adentro y afuera: es la tradición preparada por las manos propias. Para cocinar se siguen recetas, se investiga, se pregunta, pero al final son el paladar y la imaginación nuestras las que determinan el sabor, carácter y contundencia de lo que ponemos en el plato.
Porque cocinar es escuchar, ver y sentir. Se cocina con todo el cuerpo, con nuestros recuerdos y nuestros límites; y también con lo que pretendemos, lo que soñamos y aspiramos ser. Porque se trata de conjugar la circunstancia —con sus fortalezas y limitaciones— con un propósito: hacer de cada bocado un suceso.
En la cocina cada decisión es estética porque cada corte, pizca o proceso tiene una intención primordial: elevar el sabor de cada ingrediente a su máxima expresión.
De alguna manera, cocinar es conducir y seducir, porque hay algo indeterminado y fuera de control en cada momento; el fuego tiene sus propias reglas y el agua hierve a la temperatura indicada: no antes, no después. Es decir, en la cocina nada sucede en la víspera. No por mucho vigilar se cuece más temprano, pues.
Por eso, cocinar es hacer política. Ambas tareas requieren de tradición y referentes, pero los estilos personales las vuelven memorables. En las dos, la técnica está al servicio del resultado, nunca es el objetivo por sí misma; y si lo es, sólo quiere decir que es un plato insípido y tosco que requiere de presumir lo “complicado” para rescatar valor y fuerza, encanto y propósito.
Si algo hemos aprendido es lo dicho por Anton Ego en Ratatouille (Brad Bird, 2007): «No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista sí puede provenir de cualquier lugar». Porque la cocina es democrática y contundente o no lo es. Al igual que en la política, el grado de sofisticación poco tiene que ver con los organismos y las mediciones, sino con los sentimientos y las representatividades.
Cualquier comida que no tenga como destinatario el paladar es tan mentirosa como la opinología (opino yo); cualquier comida que no tenga como sentido la experiencia general, es falsa.
De la misma manera la política: toda decisión que no conjugue a todos, en sus diferencias y virtues, empalaga; y las que que no equilibran las cualidades del pueblo, se salan. Cocinar y hacer política es planear y decidir, imaginar y ejecutar. En ambas, romper los límites es una condición indispensable para lograr platillos novedosos e increíbles, llenos de tradición e innovación, que satisfacen y sorpreden, y que enseñan y comparten.
Cada gastronomía implica una pedagogía que se transmite por repetición, imitación y costumbre hasta convertirse en un lugar común —lugar de todos— en el que se convive, se crea y se transforma.
Al igual que la política, la cocina sólo se hace haciéndola, y entre más se practique mejor sazón se tiene… Aunque haya algunos que sólo presumen de romper huevos.
Diego Mejía. La hizo de reportero, editor y repostero.
También es copy y locutor en #Mancha por @nofm_radio.
Twitter: @diegmej