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Si a uno le gusta la comida, todo lo que tenga que ver con ella: imaginarla, prepararla, sentirla, cuidarla, probarla (ah, y presumirla), vive en la mejor época de la Historia.

La comida está en todos lados: programas de televisión, tutoriales de Youtube, gifs, libros, recetas espolvoreadas con imágenes en Facebook, Instagram o Twitter. Sí, qué tiempos para estar comiendo. No hace falta mucha disciplina ni talento para cocinar algún platillo gourmet en casa; un par de videos, tres recetas, cuatro o cinco sustituciones, y ya: tenemos un mole “estilo propio”. Lindo, no necesariamente sabroso, pero muy lindo; un buen ángulo, el filtro correcto, las etiquetas acertadas… los laics caen como granos de mazorca.

La nueva realidad de “la comida” es para gozarse: uno llega a una ciudad nueva, abre dos aplicaciones (en las que confía, obviamente) y puede filtrar una búsqueda que “haga match” con los gustos propios y conocidos gracias los datos que a diario regalamos en búsquedas y visitas a las páginas que acostumbramos visitar —ven a nuestro sitio, we have cookies—. Así que la experiencia es segura, tenemos afinidades, límites, aventuras culinarias por hacer, comprar, comer y compartir.

Hermoso, ¿no?

Sí, hasta que la realidad nos rompe el plato. Mientras transcurre el pequeño mundo de la opinión y las fotos de platillos deliciosos y extravagantes, hay otros muchos humanos para los que comer no es experiencia sensorial, sino el simple consumo calórico para seguir chingándole. A cada plato de quinoa, le corresponden los miles de tamales que se venden por las mañanas en la esquina de la ciudad. Bocados que llenan (ojo: no se pone ni una pizca de duda a la delicia que significa comerse una guajolota de tamal verde con carne de puerco) vs. porciones que alimentan. Porque hay quienes comen para “mantener la línea” y los que tragan por debajo de la línea… de la pobreza. En la comida todo es equilibrio.

Ahí debajo están las grasas saturadas, las cargas hipercalóricas que entretienen al gusanito de la panza; la necesidad de azúcar, a la que otros llamamos hambre, se satisface con Gansitos, Cocacola y unos Rancheritos con salsa valentina. Para los más audaces y con un tantito más en el bolsillo, la experiencia gourmet se eleva con el Tostiloco: esa pozolera manera de comer totopos, en la que se conjugan los pilares básicos de la comida: sal, grasa, acidez. (Hay que ver la portentosa serie de Samin Nosrat en Netflix) Si el precio es limitante, la imaginación no.

Lo cierto es que mientras la comida está de moda, comer para millones de humanos no lo está. En México hay 30 millones de mexicanos en pobreza alimentaria y el 12.5 por ciento sufre desnutrición crónica. Según la Encuesta Nacional de Salud 2012 el 70 por ciento de los hogares en el país está dentro de alguna de las tres categorías de inseguridad alimentaria que nos pasen un bolillo para el susto.

Y es que comer no debe significar llenar. Comer es necesidad y experiencia, es la actividad primordial de la especie: acaso la sofisticación y extravagancia culinaria son el gesto más sólido de la evolución humana. La producción de alimentos, su almacenamiento y conservación son los motores del desarrollo tecnológico, la computadora fue su consecuencia.

Es por eso que no puede haber proyecto de futuro sin la mesa… y menos en este país en el que su amplia gastronomía, tan violenta como las sierras, tan candente como su música y tan poderosa como las lluvias de sol que bañan sus desiertos, es lo que lo mantiene en pie (en la mesa, mejor dicho).

Está bien que la comida esté de moda… pero hagamos que comer (bien, en cantidades y nutrientes) sea una costumbre.

Diego Mejía. La hizo de reportero, editor y repostero.
También es copy y locutor en #Mancha por @nofm_radio.
Twitter: @diegmej

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