Crocante (episodio dos)

La sonoridad de la comida mexicana es como la música de banda que se escucha, a sus maneras y diferencias, por todo el territorio nacional: escandalosa y festiva.

La diversidad de ingredientes, texturas y preparaciones, permiten la existencia de notas: las harinas fritas, las hortalizas frescas y los tatemados en las brasas generan melodiosos bocados, con tonos, ritmos y cadencias. Un chicharrón en un taco placero no respeta el sellado sonoro del cachete; incluso dentro de la boca, se escuchan sus taconeos molares.

Pero hay una nota muy particular, amarga y mineral en la comida mexicana: los insectos.

Gracias a su esqueleto y al tueste en el comal, estas criaturas crean música deliciosa al ser triturados por los dientes. Pero la explosión sonora apenas corresponde a los sabores saltarines de los chapulines en la boca.

Los insectos son un ingrediente perfecto porque combinan con otros ingredientes sin perder protagonismo. No se imponen, comparten; no opacan, potencian. Igual que en la música, construyen melodía, conjugan y adornan.

La amplitud de rango, más grande en las hormigas chicatanas que en los chapulines, va desde la sal hasta la elaboración de salsas y aderezos, que convierten lo sencillo en sublime. Los insectos dan color a la pieza y morbo al comensal. Pero son contundentes: se les come o no. Algunos, quizá con algo de pedagogía, convencimiento y paciencia, superen el miedo y el prejuicio; lo grave son los que andan por el camino del error y no pretenden rectificar; malbichos, les llaman.

Como fuera.

Más allá de los aportes nutricionales (no son pocos los que afirman que, por la calidad de sus nutrientes y cantidad, son el alimento del futuro), los insectos son un detonante para la imaginación culinaria —han estado presentes por cientos de años en la dieta mesoamericana, y también han completado las mesas mestizas y contemporáneas— por su posibilidad de conjugación y distintivo sabor. Es inexplicable su poca democratización en el consumo.

Comer insectos es una manera de aprovechar el entorno en su totalidad y encontrarle sabor a cada elemento del paisaje. Pero, sobre todo, es un modo de llevar el ritmo del año: los insectos de mejor calidad suceden cuando las lluvias, porque la vida explota en todas direcciones y sabores. Las chicatanas —o arrieras— salen de su hormiguero durante el verano oaxaqueño. De junio a agosto es la temporada para consumirlas —como todo en todos los productos del mar y la tierra: respetar esas temporalidades es necesario y benéfico— y potenciar las cosas que comemos: salsas, tamales, frijoles. Todo mejora.

Aquí el ejemplo:

Compre chicatanas, unos 100 gramos, y muélalas con un par de dientes de ajo asados y sal marina en el molcajete, no debe llegar a la pasta (recuerde que estamos buscando el crunchy); luego en un sartén coloque manteca y cebolla. Cuando poche la cebolla, agregue las hormigas con el ajo y la sal. No tenga miedo del fuego, escuche la grasa bailar. Agregue dos tazas de frijoles negros (previamente cocidos con su obligatorio epazote) y macháquelos.

Al final, reduzca el fuego y espere. Prepare su tortilla, póngale frijoles, agregue rajas de serrano fresco y muerda. Disfrute la sinfonía.

 

Diego Mejía. La hizo de reportero, editor y repostero. También es copy y locutor en #Mancha por @nofm_radio.

Twitter: @diegmej

 

Otros textos del autor:

-Crocante (episodio uno)

-Chicharrón en salsa verde

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on telegram
Telegram
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email

Relacionado

Recibe las noticias más relevantes del día

¡Suscríbete!