La sonoridad de la comida mexicana es como la música de banda que se escucha, a sus maneras y diferencias, por todo el territorio nacional: escandalosa y festiva.
La diversidad de ingredientes, texturas y preparaciones, permiten la existencia de notas: las harinas fritas, las hortalizas frescas y los tatemados en las brasas generan melodiosos bocados, con tonos, ritmos y cadencias. Un chicharrón en un taco placero no respeta el sellado sonoro del cachete; incluso dentro de la boca, se escuchan sus taconeos molares.
Pero hay una nota muy particular, amarga y mineral en la comida mexicana: los insectos.
Gracias a su esqueleto y al tueste en el comal, estas criaturas crean música deliciosa al ser triturados por los dientes. Pero la explosión sonora apenas corresponde a los sabores saltarines de los chapulines en la boca.
Los insectos son un ingrediente perfecto porque combinan con otros ingredientes sin perder protagonismo. No se imponen, comparten; no opacan, potencian. Igual que en la música, construyen melodía, conjugan y adornan.
La amplitud de rango, más grande en las hormigas chicatanas que en los chapulines, va desde la sal hasta la elaboración de salsas y aderezos, que convierten lo sencillo en sublime. Los insectos dan color a la pieza y morbo al comensal. Pero son contundentes: se les come o no. Algunos, quizá con algo de pedagogía, convencimiento y paciencia, superen el miedo y el prejuicio; lo grave son los que andan por el camino del error y no pretenden rectificar; malbichos, les llaman.
Como fuera.
Más allá de los aportes nutricionales (no son pocos los que afirman que, por la calidad de sus nutrientes y cantidad, son el alimento del futuro), los insectos son un detonante para la imaginación culinaria —han estado presentes por cientos de años en la dieta mesoamericana, y también han completado las mesas mestizas y contemporáneas— por su posibilidad de conjugación y distintivo sabor. Es inexplicable su poca democratización en el consumo.
Comer insectos es una manera de aprovechar el entorno en su totalidad y encontrarle sabor a cada elemento del paisaje. Pero, sobre todo, es un modo de llevar el ritmo del año: los insectos de mejor calidad suceden cuando las lluvias, porque la vida explota en todas direcciones y sabores. Las chicatanas —o arrieras— salen de su hormiguero durante el verano oaxaqueño. De junio a agosto es la temporada para consumirlas —como todo en todos los productos del mar y la tierra: respetar esas temporalidades es necesario y benéfico— y potenciar las cosas que comemos: salsas, tamales, frijoles. Todo mejora.
Aquí el ejemplo:
Compre chicatanas, unos 100 gramos, y muélalas con un par de dientes de ajo asados y sal marina en el molcajete, no debe llegar a la pasta (recuerde que estamos buscando el crunchy); luego en un sartén coloque manteca y cebolla. Cuando poche la cebolla, agregue las hormigas con el ajo y la sal. No tenga miedo del fuego, escuche la grasa bailar. Agregue dos tazas de frijoles negros (previamente cocidos con su obligatorio epazote) y macháquelos.
Al final, reduzca el fuego y espere. Prepare su tortilla, póngale frijoles, agregue rajas de serrano fresco y muerda. Disfrute la sinfonía.
Diego Mejía. La hizo de reportero, editor y repostero. También es copy y locutor en #Mancha por @nofm_radio.
Twitter: @diegmej
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