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El malestar

En el verano de 1929, Sigmund Freud se encontraba de vacaciones. Tenía 73 años y había sido operado en varias ocasiones por cáncer en el paladar, lo que le producía fuertes dolores. Según Carlos Gómez, quien recupera una carta del psicoanalista austriaco a Lou Andreas-Salomé, casi no tenía resistencia para caminar, ya no podía fumar y la mayoría de las cosas que podía leer no le interesaban. Lo único que le quedaba por hacer, para pasar un rato agradable, era escribir.

Fue durante esas vacaciones que hizo una de sus obras más famosas, El malestar en la cultura (Madrid: Alianza Editorial, 2016). El título describe bien lo que sentía en ese momento, aunque, curiosamente, primero se iba a llamar La infelicidad en la cultura. El texto aborda muchísimas cosas interesantes que, por cuestión de espacio, no puedo abordar aquí, pero el hilo conductor de los diversos planteamientos del autor es la pregunta ¿por qué las personas no se sienten bien?

Al respecto, menciona tres fuentes de malestar: “la incapacidad de controlar a la naturaleza, la caducidad de los cuerpos y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad”. Sobre las dos primeras, dice, no hay mucho que hacer, pues nunca se podrá dominar por completo a la naturaleza y nuestro cuerpo, como parte de ella, siempre será perecedero. Pero, sobre la última, hay muchas cosas que discutir, pues la humanidad no logra entender “por qué las instituciones que nosotros mismos creamos no representan protección y bienestar para todos” (pp. 83-84).

En su opinión —haciendo una muy apretada e injusta síntesis de sus argumentos— el problema está en que la cultura, por un lado, limita la felicidad en su sentido positivo, es decir, en la satisfacción plena de todos los placeres, pero, por el otro, la procura en su sentido negativo, esto es, evitando algunos dolores y brindando seguridad. El primer elemento es profundamente subjetivo, pero el segundo no. Así pues, para él habría una tensión difícilmente reconciliable entre las pretensiones individuales y colectivas sobre la felicidad.

Aunque la mayoría del texto es una crítica a la cultura, Freud no se piensa como un enemigo de la misma. Al contrario, aspira “a que poco a poco logremos imponer a nuestra cultura modificaciones que satisfagan nuestras necesidades y que escapen a aquellas críticas” (p. 115). Con ello parece pensar que es posible transitar a un modelo que logre equilibrar las posibilidades de ser feliz tanto individuales como colectivas, es decir, vivir sin malestar, que no es otra cosa que bienestar.

Actualmente vivimos en una época en que se piensa que “estar bien” depende de cada quien y que las condiciones externas pueden influir un poco en ello, pero nada más. Siento que es buen momento para pensar que lo colectivo y lo individual no necesariamente se contraponen, sino que pueden ser complementarios en diferentes contextos. Se puede buscar la felicidad de manera personal, pero también comunitariamente, transitando, como quizás imaginaba Freud, a una sociedad capaz de aliviar los dolores, miedos y sufrimientos de sus miembros y que, a su vez, impulse a los mismos para que se realicen plenamente. En medio de tantas transformaciones, sería bueno que reflexionáramos más sobre esto y en las diferentes formas de malestar en nuestros tiempos.

Hugo Garciamarín. Politólogo por la UNAM y la Universidad de Salamanca.
Analista político y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

@hgarciamarin

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