Hoy se cumple exactamente una semana desde que empezó esta brillante, polémica, controversial, contradictoria y poderosa revolución feminista que, para un lado o para el otro, para arriba o para abajo, nos ha dado mucho de qué hablar. Sin duda, parte de lo que ha estado en el centro del debate es la controversia: ¿violencia sí o violencia no? ¿Hasta dónde? ¿Todas las formas de protesta son legítimas? ¿Se vale destruir la entrada de la PGJCDMX, la estación de policía y la glorieta de Insurgentes? ¿Le conviene al movimiento? ¿Nos resulta útil? ¿Sirve de algo la catarsis colectiva sin un fin más que la explosión en sí misma?
Hasta el viernes yo sostenía una postura más pacifista —por convicción—, que además he sostenido en cualquier tipo de manifestación, por más justa que sea la exigencia que nos reúne en las calles. Atenta a escuchar la postura de algunas compañeras que justificaban cualquier tipo de manifestación —sin importar la forma— mantenía mi postura que, lejos de pensarla en clave moralina, la vislumbraba más como una postura estratégica para lograr nuestros fines.
Por la noche del mismo viernes fui sola a la fiesta de unos amigos, no suelo hacerlo pero como la dirección indicaba «Ángel Urraza”, supuse que no estaría tan peligrosa la zona. Cuando empecé a llegar al lugar me di cuenta de que la colonia estaba mucho más oscura y solitaria de lo que imaginaba, di una vuelta para estacionar el coche y encontré a unos chavos tomando en la calle que me miraron detenidamente cuando pasé frente a ellos, decidí hacer caso omiso y en cuanto encontré un lugar más adelante, me estacioné. Estaba apenas cerrando la puerta del coche y el corazón ya me latía a mil por hora, absolutamente oscuro y solitario, de madrugada, sola con el ruido de algunos pesados camiones pasando sobre el eje a una cuadra de distancia; a lo lejos la luz de un Oxxo, corrí. Cuando menos lo imaginé ya estaba resguardada en el paraguas de la luz de la tienda con celular en mano lista para recuperarme y ubicar el número 195 tan rápido como el 5 por ciento de pila del teléfono me lo permitiera. ¡Maldita sea!, ¿qué hago aquí? En ese momento un camión gigante de Cocacola se paró para surtir justo a la tienda donde yo estaba parada; de repente me vi rodeada de cuatro tipos con el gigante camión tapando toda la visibilidad del eje 5, decidí que ese no era más un lugar seguro y caminé intentado hallar la lógica de la numeración de la avenida.
Comencé a llamar a mis amigos y, mientras tenía suerte de que alguno de ellos me contestara en el clamor de la fiesta, empecé a repasar en mi mente, como en automático, todas las consignas de la marcha. Me dio rabia sentirme así de vulnerable, tenía ganas de llorar del susto que me abrumaba, me empezó a atormentar la impotencia del momento y me dio coraje no saber a dónde huir. ¿A mi coche y volver a correr por esa callecita horrible? ¿Al Oxxo con los cuatro tipos y sin visibilidad? ¿A la otra banqueta igual de oscura pero al menos sin ningún tipo a la vista que viniera a mi encuentro? Y me acordé de la opción desesperada —que siempre merodea en nuestra cabeza en momentos así— de tocar un timbre cualquiera fingiendo que es nuestra casa para despistar al enemigo —así como lo hizo la chica de Azcapotzalco.
Entonces las vándalas se convirtieron en mandalas que buscan orden de otra forma, agradecí a las que gritaron con su protesta, a las que le echaron brillantina a Orta, a las que grafitearon. Agradecí todas las formas de manifestación que aclaman de cualquier manera que no queremos tenerle miedo a la noche, al Eje 5 solitario, a ser toqueteadas, miradas, agradecí a toda compañera que con su lucha hace recordar que todo derecho humano es una conquista que se peleó y se arrebató en las calles. Y así nació el feminismo, como una protesta sin permiso de existir que irrumpe el sistema que nos oprime con un nuevo sistema de valores y me acordé de un mensaje que decía “lo único claro es que a veces hace falta gritar para iniciar un diálogo con igualdad de condiciones”.
Al leer esto, mis amigos de la fiesta me reclamarán por no haber contado el detalle del suceso. Pero…si cualquiera de nosotras contáramos los diferentes momentos de crisis que vivimos diario —con diferente duración e intensidad— aburriríamos y preocuparíamos a cualquiera.
Con todo y sus primeros errores, confío plenamente en la voluntad política profundamente humanista de Claudia Sheimbaum, aplaudo su apertura por no criminalizar la digna rabia traducida en lo que ya conocemos, por permitir manifestarnos libremente sin que tengamos miedo —uno más— a la represión. Y, como creemos que es posible lo imposible, seguiremos dialogando con la esperanza puesta una vez más en las mesas, foros y acuerdos que comenzaron este domingo por la mañana en una reunión plural con diversas autoridades. La lucha feminista no empezó en enero ni terminará con este gobierno —como mañosamente algunos comunicadores nos lo han querido hacer ver—: se trata de la lucha contra un sistema patriarcal, machista, que les sobrepasa, mucho más añejo y arraigado.
Aprendida la lección, al salir de la fiesta le pedí a una amiga que me acompañara hasta mi coche. Y, como gritamos en las manifestaciones, mientras en política se sigan manejando otras temporalidades —entendibles—, mis amigas me cuidan.
Como nota al margen, no dejemos que nos usen como carne de cañón, hay que ser muy listas —como, paradójicamente, casi siempre se nos exige de casualidad a las mujeres— para poner al centro nuestras exigencias. Ocupemos los espacios sin que ellos nos ocupen a nosotras.
Julia Álvarez Icaza Ramírez. Abogada de la UNAM
con formación en derechos humanos. Desde distintos espacios
ha trabajado temas de derechos económicos,
sociales y culturales. Actualmente investiga sobre justicia
transicional, reparación integral del daño y justicia restaurativa.
@Jualicra