Fue su madre quien le prestó el dinero para terminar Un perro andaluz (1929) y consolidar lo que venía boqueando desde los primeros años del siglo 20: el cine.
El cine surrealista nació, pues, como un acto de amor familiar: esas hormigas rebosando el agujero en la mano son otra forma de la ternura.
Fundacional por donde se lo vea, Luis Buñuel es historia apasionante de España, México, Francia, Estados Unidos, Hollywood, los Estudios Churubusco, y profesor de la transgresión a ultranza: ningún ídolo vivo.
Por eso Viridiana, devenida la nueva Miguel Ángel, fotografía con sus genitales a los pobres invasores que ofician la otra Última Cena. Por eso el papa es fusilado por un grupo radical de izquierda en La vía láctea (1967).
Por eso contrapuso a la bonanza publicitaria del alemanismo el testimonio brutal de Los olvidados (1950): esa Ciudad de México que los bigotes engominados se negaban a encarar.
Por eso el engabardinado Archibaldo de la Cruz, infantil, berrinchudo, queda desnudado en su pusilanimidad en Ensayo de un crimen (1955), cinta basada en la novela homónima de Rodolfo Usigli.
Por eso el discreto encanto de la burguesía no es más que su vaivén frívolo y complaciente, absurdo aunque no se admita. Al contrario, se aplaude, se imita, se añora.
Este padre del surrealismo mundial —quien lamentó que el movimiento artístico ligado a Antonin Artaud y André Bretón, en vez de quemar las iglesias y reinventar la civilización desde una clave erótica e imaginativa, sólo le granjeó lugares en todas las bibliotecas del planeta a sus integrantes— cumple este 29 de julio 36 años de muerto.
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Todavía es indispensable atender su testimonio de rebeldía, de iconoclastia, de desobediencia para la vida cotidiana.
Habrá que corromper al anacoreta.