Durante el siglo XIX, México vivió la conocida lucha entre liberales y conservadores. Estos últimos veían en la monarquía la mejor opción para el país, mientras que los primeros buscaban una república.
Pero no era sólo una batalla por la forma de gobierno, sino por los principios que la sostienen, los ideales que se anhelan. La monarquía se resguardaba en la tradición de los privilegios formalmente reconocidos, mientras que la república apostaba por la libertad de todas las personas, con igualdad frente a la ley, como nuevo punto de partida. Podría decirse que el continuo izquierda-derecha, en ese entonces, tenía como eje al concepto de privilegio-libertad.
Pero esa no era la única diferencia: detrás del Antiguo Régimen está la idea de que el gobierno es asunto de mandato divino y/o tradicional; no una vocación. Es un espacio reservado a quienes nacieron para ello. En cambio, la alternativa lleva en el nombre la explicación: la cosa es pública, para todos y todas, en pie de igualdad frente a la Ley; y toda persona que desee ocuparse del gobierno podrá hacerlo, cumpliendo las demandas democráticas y técnicas que correspondan a un régimen de iguales.
No sólo se gobierna por los iguales; sino también para los iguales, que lo son por el simple hecho de ser seres humanos. En este contexto, el gobierno deja de ser una maquinaria de protección de los antiguos ideales para ser una estructura al servicio de los y las ciudadanas del país.
Esto es lo que tiene en mente Benito Juárez cuando, en su discurso como gobernador en el primer periodo de sesiones de la X Legislatura de Oaxaca, el 2 de julio de 1852 dice: «Los funcionarios públicos (…) no pueden improvisar fortunas ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, resignándose a vivir en la honrosa medianía que proporciona la retribución que la ley haya señalado».
En un régimen de iguales (es decir, en una república) nada justifica retribuciones desproporcionadas ni exuberancias personales en el gobierno. Antes bien, quienes voluntariamente se han ofrecido a recibir el mandato democrático del gobierno han de prestar un servicio en beneficio de toda la ciudadanía. La retribución fundamental no está en la riqueza sino en la honrosa oportunidad de consagrarse democráticamente a la cosa pública; la vocación desplaza al privilegio como principal fuerza de acción.
Ese es el liberalismo que defiende Andrés Manuel; y su austeridad republicana no hace sino recuperar a la honrosa medianía del siglo XIX. Esto nada dice del papel del Estado en la economía del país. Para ello hay que irse a otros momentos de continuo izquierda-derecha. Pero difícilmente podrá negarse, salvo que se crea en el execrable mito del egoísmo vuelto virtud del neoliberalismo, que la vocación de servicio público es mejor incentivo que la consolidación de privilegios para la conformación de un Estado.
Mercurio Cadena. Abogado administrativista
especializado en administración de proyectos públicos.
@hache_g