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Por muchos años me pareció conmocionante la nota editorial con que arranca Chin-Chin el teporocho: Novela de Tepito, el libro icónico del apenas fallecido Armando Ramírez (1952-2019).

«Los editores (…) presentan al público lector estas páginas tal cual fueron escritas por su autor, en el sincero afán de respetar al máximo el espíritu de un documento que es más humano que literario», apuntan en la primera página los encargados de Novaro,  el sello que dio la novela a la luz en 1972.

Chin Chin el teporocho

De patente transgresión a las maneras excluyentes de la ortografía normada —cuyo aprendizaje es, muchas veces, signo de escolarización y su desconocimiento, en cambio, testimonio de una desigualdad no pocas veces sometida al escarnio—, a las recomendaciones de la escritura eficaz con presunción de ventas, por supuesto que es liberador leer una novela en crudo, sin acentos ni mayúsculas en nombres propios, con una puntuación y un ritmo que se entienden cariados, antojadizos, indigestos, tropezados, marginales en forma y fondo; que dan cuenta de la tenacidad de invención con que Armando Ramírez decidió encuadrar los aullidos de su mundo, expresarse, manifestar un entorno de violencia irreductible y —luego entonces— hacer literatura.

«oye roge, ¿es tu amigo antonio? — cual antonio? al que le dicen el kaliman — si pero casi no le hablo — presentamelo ¿no? — para que quieres que te lo presente? — es que me gusta y me lo quiero amarrar. — y marcos ya no es tu novio? — no ya lo corte — al que tenias en la escuela? — bueno ese es el de la escuela, es aparte — se llama alberto ¿no? — ese era el de antes, el de ahora se llama martrin. — ¡ah! conque no quieres quemarte, si confundieras a uno con el otro. — simon, no te creas, es que me gusta y ya. — ustedes las mujeres son bien transas. — me lo vas a presentar o me vas a regañar? — deja que haya unos quince años y te llevo a la fiesta, el no falla a las pachangas», desarrolla un tepiteño de 19 años que decidió sentarse a escribir un día en que, por azar, descubrió que los cuentos pueden decir groserías.

«Mi tía trabajaba en un taller en donde se encuadernaba el Teleguía y el Siempre! Y en el Siempre! venía en medio el suplemento de Carlos Monsiváis, México en la cultura. Y en un número que andaba ahí regado había un cuento publicado de Ricardo Garibay que se llamaba ‘Diálogo en la playa’, y decían un montón de groserías. Entonces yo dije: ‘¿Esta es la literatura? Ah ps yo la puedo hacer’. Es chistoso pero así es», le platicó en marzo pasado el novelista a Ezra Shabot para su programa en el Canal Once.

Sin cambios de piel, ni hipogeos secretos, ni buscas de Klingsor entendidas en el paladar y los requisitos de las editoriales trasnacionales, Ramírez apuntaló la certeza de que la literatura no es el ejercicio exclusivo de las inteligencias enteradas del abrevadero chino y la cadencia caleidoscópica, no es la cofradía de los yelmos pompeyanos que burbujea pulpos en la oscuridad, sino la purga exquisita del corazón, la confesión raspada que trasluce, el testimonio radical que con su espina colapsa el túmulo de los prestigios por golpe de sinceridad urgente: la vida duele, aterra, amenaza, se agazapa, tumba, llora, y su travesura de veneno desnudo hace el arte.

Chin Chin el teporocho
Así se presentó Armando Ramírez con sus editores.

Lo demás es cosmética, enciclopedia, opulencia, erudición sin hambre ni impaciencia de dormirse en la montaña o de enamorarse de un semáforo.

Claro que se percibe lo que el cáustico Luis Guillermo Piazza, editor en Novaro, quiso asentar con su defensa del estilo de Ramírez. Publicar el libro, respaldar e imprimir su ventisca es ya un acto de valentía antisolemne en el México institucionalizado y puritano de aquellos, de estos años. Pero su estima encierra una contradicción: ¿Chin-Chin vale más por humano que por literario? Y bien, ¿las otras literaturas no son también humanas? 

Es decir, ¿la obra que le abrió a su autor las puertas del cine, el periodismo y la televisión es una mera curiosidad antropológica? ¿Es apenas chiripa que merece un aplauso de cristal que un simio pobre se decida a ocupar los espacios reservados para los escritores formados en el violeta de la mística plurilingüe y entre los aparatos del desdoblamiento cultista, como el Salvador Elizondo que, chismean, dejó a Rodríguez con la mano estirada cuando el vato intentó saludarlo?

(Aquel Elizondo de la cámera lúcida: genio del pensamiento que piensa el pensamiento y escritor del solipsismo no por impresionante menos encapsulado; embajador de una cúspide cultural autoproclamada esnob cuyo fantasma pervive por imitación y elogio de sus estructuras).

Con aquella aclaración editorial, Piazza le perdona la vida a su subordinado intelectual y dictamina que ese documento surgido del bajo fondo merece. Al mismo tiempo, su generosa denigración da espacio a una duda seminal: ¿no es toda la literatura más humana que literaria?

No toda, solamente la mejor.

 

Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura
por la UNAM. Editor en periodismo, escribe
sobre cine, libros y manifestaciones
de la cultura popular donde sea posible.

Twitter: @cilantrus

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