Al cubano José Lezama Lima lo precede su fama. Es difícil. Su poesía es difícil, impenetrable, oscura, hermética, se repite siempre que se habla de él.
Sus novelas y poemas son referentes de innavegabilidad por su denso trenzado de conceptos, su cultismo sin concesiones, su lenguaje total saturado de conejos y mulos, de escafandras, cifras de arena, clepsidras, martas, lesiones aritméticas y bulbos de opio.
El propio cubano alimentaba su magnética atracción por lo complicado: «Sólo lo difícil es estimulante», escribe en una apasionada frase inicial para su libro de ensayos La expresión americana, publicado en la isla en 1957.
Hay que ser renacentista, experto en los tesoros umbríos del hermetismo y la astrología, para disfrutarlo, para entenderlo a cabalidad, presumen. Dominar la cultura árabe, la china, la celta, la inca, la latina, la cartaginesa, la mexica, la germana, la pompeyana, para aproximarse a su genio. Su literatura no es para cualquiera, divulgan, propagan.
Pero este sectarismo intelectual no podría ser más pernicioso. Y bobo, si nos apuran; contrario a la naturaleza abarcadora de la poesía: otra forma —laberíntica, sí— de decir inclusión, integración, suma, correspondencia. El asunto del verso es la confluencia. El injerto del colibrí con el hipopótamo, como definió José María Arguedas a su tocayo Lezama Lima, por cierto.
El esfuerzo de encapsular entre los corrales de una élite a uno de los más importantes y transformadores escritores de la América Latina del siglo XX abolla una posibilidad exquisita: la de divulgar con coraje e insistencia sus metáforas, su pasión por la imagen inventora del mundo —no concentradora de ingenios, como en Ramón Gómez de la Serna, sino fabricante de espacios inauditos, inaugurales—, la de comprender que su dificultad lo es porque invita a conocerse de manera distinta, fuera del ámbito de la delgadez argumental que promueve la industria del entretenimiento masificado; a hallarse, entre saturación de elementos, propio. Heredero natural de todas las tradiciones del globo. Todas, por certeza estomacal: dignidad omnívora.
Para entender a Lezama Lima no se necesita sino la misma condensación de tiempo que emplea quien se echa en el prado a mirar las nubes, a tratar de realmente dialogar con las hormigas o a explorarse las líneas de la mano y hallarle sus cocodrilos.
Alcanzada aquella paciencia, lo demás es la lluvia tropical, nutrida del veneno grecolatino, la lengua africana, el paganismo pospuesto por el imperialismo espiritual del cristianismo de Estado, la habilidad de ver esto en lo otro: que ande el torrente para oírse:
«Debajo de la mesa
se ven como tres puertas
de pequeños hornos,
donde se ven piedras y varas ardiendo,
por donde asoma el enano
que masca semillas para el sueño».
«¿La poesía? Un caracol nocturno en un rectángulo de agua».
«El gozo del ciempiés es la encrucijada».
«El diablo no nos toca en el hombro, pone sus manos con desdén en la repisa».
«El gato copulando con la marta
no pare un gato
de piel shakesperiana y estrellada,
ni una marta de ojos fosforescentes.
Engendran el gato volante».
Para empezar a leerlo, sólo hay que elegir el principio. Que, se sabe, está en cualquier parte. En esta breve antología que preparó la UNAM, por ejemplo.
Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM.
Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros
y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.
@cilantrus