Unos borrachos me contaron en un acomodado departamento de Copilco que Jean Genet existía, que hizo su mejor literatura desde la cárcel, que robó desde la infancia, que logró subvertir el margen moral que supone que los encarcelados son los innobles, y se dedicó a consagrarlos como santos de otra belleza en El milagro de la rosa (1943) o Nuestra señora de las flores (1946), planteamientos de una otredad rebelde, apasionada.
Luego, fui a la Cineteca Nacional y hallé entre los estantes de su librería esta segunda novela, una historia de amor a las prostitutas, los pandilleros, los miserables, los harapientos gangsteriles devenidos el panteón de la otra santidad, la otra hermosura, la generosidad alternativa, no menos atiborrada de dolor vil y tendencia al navajazo, pero vivos por oportunidad legítima del corazón. Algo pasó entre el libro y yo que no implicó pagar en la caja.
La vida es una tómbola. O un trueque permanente. Un mercado. Un inacabable intercambio generador, como el de la cuenca del Mediterráneo. Un vaivén irrenunciable. Un ir y venir —de la propiedad ajena.
En alguna venta de remate del Auditorio Nacional, hoy trasladada al Monumento a la Revolución, vinieron conmigo un muestrario de poemas de Roberto Fernández Retamar publicado por siglo XXI, A quien pueda interesar (1974), y una de tan variables antologías de las exquisitas Odas elementales de Pablo Neruda: especie de enciclopedia íntima de las cosas rotas, las alcachofas, los libros, las cucharas, el caldo de congrio, la cebolla, el tomate, con que el chileno escapó a la oscuridad de Residencia en la tierra (1933) para dejarse emborrachar por los ladrillos cotidianos y su suciedad.
A cambio, lo he perdido todo, en justo equilibrio de las afinaciones materiales. El Océano mar (1993), de Alessandro Baricco, lo he comprado unas tres veces y perdido las mismas. Uno de esos ejemplares incluso quedó garabateado en la primera página con un telegrama que se quería emisión de amor para una chica que amé en la prepa 6, aunque nunca lo vio; mejor lo aceptó de rebote Juan Pablo Águila con todo y rayón sentimental, para suspicacia de su padre de maneras estrictas, que sí leyó el mensaje.
También he visto desaparecer una edición empaquetada por Anagrama de la Trilogía de Nueva York (1987), de Paul Auster, por obra y gracia del querido Jaime, lo mismo que el primer tomo impagable de una edición en Conaculta de las Metamorfosis de Ovidio en la traducción cultista e impenetrable de Rubén Bonifaz Nuño, poeta del Volkswagen azul, de los versos sobre tímidos sacos luidos, fuego de pobres, y de la integradora elegancia renacentista, mesoamericana, sin aristocracia en los bolsillos, con negras raíces en forma de uñas y zapatos.
Se sumió en los rincones del tiempo —lo que está lejos en el tiempo está lejos en el espacio, escribe el Ernesto Cardenal bíblico astronómico del Cántico cósmico (1993)— El último trayecto de Horacio Dos (2002), decadente bitácora de viaje escrita por el catalán Eduardo Mendoza y que tuvimos oportunidad de traer desde Barcelona para ofrendarlo a las fauces de la imparable extracción del acervo ajeno.
De lujo y hambre (1981) —extraordinaria crónica de Ricardo Garibay sobre los contrastes deshumanizados entre la riqueza y la pobreza, que recorre lo mismo un grito del 16 de septiembre en paquete turístico en Las Vegas que las miserias al margen de la bonanza petrolera en Coatzacoalcos, o las costras de los husmeantes por supervivencia entre los tiraderos de basura— se extravió para siempre junto con una mochila que le robaron a Mauro. O la perdió. Mismo ajuste.
La Mara, retrato novelado de la violencia en la frontera sur de México y el pandillerismo asesino en Centroamérica, de Rafael Ramírez Heredia, fue devorada hacia la invisibilidad por imprecisable criatura. Nunca sabré hacia adónde ni cómo. Sólo por qué.
Y así se va expresando la crujidera: somos los mosaicos de una teselación en la que, entre sus variaciones generatrices, es indispensable la pérdida.
La poesía, nos ayudó a definir en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras el amado profesor José Antonio Muciño, es la comunicación intersubjetiva. O sea, el contacto inmaterial, genuino por apasionado, gratuito, irrepetible, entre dos seres humanos. O tres. O cuatro. O 2666. O los millones. Encuentro creciente bajo el ala aleve del leve abanico, como recomendaría el nicaragüense Rubén Darío. Esto no se puede detener por las recomendaciones catalogadas del International Standard Book Number (ISBN), se sabe.
O que nos corrija Mario Santiago Papasquiaro.
Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM. Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.
@cilantrus
Otros textos del autor:
-José Lezama Lima y la portentosa escritura para todos
-La conversación cósmica de Doris Lessing
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