Enamorarse es el elogio de la incertidumbre.
Enamorarse en un Chile al borde del colapso político por involucramiento de la CIA contra el gobierno democrático de Salvador Allende es una incertidumbre de dimensiones incalculables, donde el dolor humano podría no contribuir a la última empatía necesaria para sobreponer la vida al apetito individual.
Pablo Larraín, cineasta que en un puñado de películas estudia el alma política chilena desde distintos frentes, elabora en Post mortem (2010) una pesadilla de dos dimensiones: la íntima y la social.
Mario Cornejo (Alfredo Castro) trabaja como redactor para un médico forense, anota las descripciones de las autopsias a lápiz para luego transcribirlas a máquina y conformar el expediente que corresponde. Es Santiago de Chile en septiembre de 1973.
Mario se enamora de su vecina, la Nancy (Antonia Zegers), una bailarina de cabaret que le acepta invitaciones a comer en un restaurante chino, que le confiesa los dolores de su corazón en una conversación, que tiene sexo con él y que se muestra reservada ante los efluvios desmedidos de su vecino, que la quiere en matrimonio.
La rutina laboral, claro, colapsará dede la mañana del 11 de septiembre y lo que es anfiteatro de lenta rutina devendrá fosa común saturada de cadáveres celosamente custodiados por un ejército al que le urge implementar una verdad oficial.
¿Por qué mueren los chilenos en racimos? ¿Por qué los sobrevivientes aullantes que fueron rescatados y custodiados personalmente, en franco desacato, por los empleados de la oficina de medicina forense reaparecen muertos?
Porque sí, explica pistola en mano un mando uniformado mientras reparte nuevas balas entre las carnes aglutinadas ya en rictus. Porque el poder unilateral y traidor así lo manda.
En medio de esa sordidez, el desequilibrio. Cornejo aprenderá de las decepciones inciertas del enamoramiento hasta perder la capacidad de sentir una inapelable solidaridad en tal estado de emergencia.
Porque el corazón humano reitera sus torpezas, sus egoísmos desesperados, sus dolores abismales, su terror a la soledad, su machismo inserto, incluso contra toda prudencia: el alma es, en paralelo al flujo trágico de la historia o no.
Y su deformidad herida de apetito de amor volverá a asomar la mosca en el ojo en una escena final de aprehensiva y meticulosa turbiedad, con una necia cámara fija y la tenacidad de Mario desatada hasta el coágulo.
Larraín es un cineasta sensacional que ha ido mejorando película a película las herramientas y resonancias de su expresión artística. Basta ver la evolución de esta Post mortem (2010) a El club (2015), sobre casos de pederastia en la iglesia católica chilena, o hacia su poema visual Neruda (2016), que lo mismo comenta el oficio político del poeta del Canto general que construye un cuento de detectives sin solución en la obviedad.
Porque todavía es indispensable entender el detalle y el desgarramiento de nuestra sociedad latinoamericana, habrá que confiar en el cine para aproximarnos a tan sucinto propósito.
Pablo de Rokha nos acompañe.
Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM.
Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.
@cilantrus
Otros textos del autor:
-Achatarrar complejidades: La guerra de Galio, de Aguilar Camín
-Libros que me he robado; libros que me han robado