Hay una rivalidad más añeja que la de chairos vs fifís, acaso más violenta y determinante en México: los que promueven el uso indiscriminado del queso y los puristas reaccionarios de los sabores sólidos. Ambos tienen razón; ambos son abominables.
¿De dónde nació la idea de gratinarle queso a todo taco —por razones de espacio, sólo hablemos de tacos— sin importar la clase de carne que contenga? ¿De dónde carajos?
Más allá de las razones nutricionales —como la cantidad de proteínas y grasas que un manchego derretido le aporta al bocado de chuleta— o gustativas, se ocultan sabores y texturas determinantes en la calidad del taco, existe un temor a «lo vacío» y «lo simple» que nos pinta el cuerpo nacional, el máximo miedo ante el ojo mexicano: «ponle más, está muy pobrecito».
Es probable que las razones del quesismo se deban a la necesidad de «empujar» para arriba el consumo de una persona en una taquería —c/queso se eleva hasta en 50 por ciento el precio de un taco o lo convierten en «orden»— o esconder las mala calidad de la carne (sabor y/o textura), porque el queso trueca la insipidez en «derroche de sabores» que son un engaño al paladar: la grasa es el polish («aunque el polish esconda el rayón, debajo sigue el raspón») de la cocina: la envoltura satisface a la lengua, pero de manera embustera.
Basta el ejemplo: un taco de rib eye de Sonora no necesita más que un toque de sal y gotas de salsa para ser sensual. Agregarle queso gratinado inhibe la cachondería porque atasca de mensajes a la boca. Más contundente es con la birria, la barbacoa o las carnitas sobre las que el queso gratinado se acerca a la falta de respeto a uno mismo. Qué sentido tuvo cuidar la temperatura del hoyo y el cazo, elevar la receta a alquimia y procurar texturas diferenciadas si al final todo terminaría en un bocado enmascarado.
Sin embargo, no hay que renegar del artilugio: nadie escapa del encanto de un taquito de bistec con quesito, tortillas de harina y salsa tatemada. NADIE. Aquí no se habla sobre la validez o la preferencia de cada uno, sino del reconocimiento del queso gratinado indiscriminado como una manera de resanar los problemas de origen. Y también dejar al queso como un protagonista del bocado: un cotija, un queso de aro o un tímido pero saladito requesón, pueden suplir a cualquier proteína sin menoscabo.
Los bandos son irreductibles y es casi imporisble no tomar postura. No hacerlo indicaría tomarse la existencia con una liviandad ofensiva que no va con la comida. Los argumentos pueden ser falibles pero las actitudes son implacables.
Pero algo debe quedar claro: quesear todo es igualar sabores, apelmazarlos, porque, sin importar qué se consuma, vuelve monotemático el bocado porque la grasa del queso y las notas lácteas ganarán cualquier batalla. Evitar el queso en todos lados es quererlo, venerarlo y respetarlo. Saber aplicarlo no requiere de conocimiento ninguno y sí de mucha sensibilidad y procuración a la boca y la panza.
No hay que confudir sabor con sueros ni calidad con cantidad… pero si las costumbres rigen, elijan quesos blancos (no hay más chingón que el quesillo) que contienen menos grasa y tienen menos arrebatos de egolatría.
Posdata. El queso fresco del taco placero no asoma a la discusión porque es parte sustancial de la receta, parte primordial de un buen sabor de domingo.
Hoy, más que receta hay consejo:
Si tienen el privilegio de comprar un cortecito para compartir con sus amigos al carbón, no se pierdan en marinados ni polvos (más allá de la sal) para potenciar el sabor. No son necesarios. Sólo cuiden la temperartura de las brasas: el fuego indirecto durante un rato largo (depende del grueso del corte) eleva la temperatura interna pero no seca. Al final pasen al fuego alto para caramelizar todos los lados; tendrán texturas y jugosidad. Una pequeña lluvia de sal y es todo.
Diego Mejía. La hizo de reportero, editor y repostero. También es copy y locutor en #Mancha por @nofm_radio.
@diegmej
Otros textos del autor:
-El privilegio del error
-Chicharrón en salsa verde