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Gabriel García Márquez, Milan Kundera, el álgebra de Baldor, el padre rico que se compara con su par pobre, consejos para administrarse y crecer finanzas, Michael Ende, Viktor Frankl, Isabel Allende, Haruki Murakami, Stephen King y otros autores más o menos conocidos dominan las listas de los libros más vendidos en El Sótano y las recientemente vandalizadas Librerías Gandhi.

Ni uno solo de esos títulos está escrito en verso. Ni uno. Se puede decir que en García Márquez fue fundamental la influencia de José Asunción Silva, su compatriota modernista, para alcanzar ese estilo medio delicioso de huevos prehistóricos y mallas destruidas a picotazos, almendras amargas y amores contrariados. Se puede sospechar también que la imaginación de lagunas de plata de La historia sin fin le comió algunos albaricoques a Ovidio o que la crítica erudita del checo Kundera, opositor al estalinismo y éxito en ventas desde 1984 con La insoportable levedad del ser, título sabroso donde los haya, está en deuda con el arrojo de Mayakovski o la adolorida descripción brillante de la geología de las emociones de Charles Baudelaire.

Sin embargo, la poesía no se vende. Hay que empaquetarla en una novela para que las cosas funcionen comercialmente.

Hace unos días en Twitter vi la fotografía a un texto atribuido al uruguayo Mario Levrero que cuenta el devenir de los poetas de su país, América Latina, y asegura que en un punto dado renuncian a la búsqueda de resonancia publicitaria y deciden autopublicarse y circular su arte en la estrategia de mano en mano. Una actitud sensata, digna, congruente, simple, que, asegura el presunto Levrero, define toda una ética artística: «La poesía no se vende porque la poesía no se vende».

Sería exquisito tener un permanente acceso periodístico a las juntas editoriales en las grandes casas impresoras de libros —verdaderos conglomerados trogloditas—, como la Random House que invitó a Fernanda Melchor a cambiarle el título a su novela Domingo siete para enquistarle otro sin un solo asomo de literatura: Temporada de huracanes. Que se entienda para que se venda, parace ser el dictado no muy invisible al fondo de sugerencias así.

Pero la poesía no se vende porque no se vende. Esta exquisita frase sintetiza los valores de la poesía en al menos dos niveles. El primero es el estético: en poesía la comprensión unívoca no es lo más importante: pesan también la visión, la sonoridad, el delirio, el cuestionamiento frontal a la supremacía cultural del racionalismo; y la polisemia: decir así para significar acá, referir por sugerencia, proponer semillas para la amplitud. El segundo es político: el pulso entrecortado de Juan Gelman no es valioso por la cantidad de concesiones que haga a las recomendaciones comerciales de adelgazamiento del discurso, sino por su adolorida emotividad irreductible: «Con adivinaciones del amor, construía tu rostro / en los lejanos patios de la infancia». O el de Gloria Gervitz: «¿Me oyes? Debajo de mi nombre estoy yo». O el de José Kozer: «Di, di tú: para qué tantos amaneceres».

Quizás en verdad la poesía es el género que menos compromete su discurso a los siempre imaginados requisitos de la funcionalidad, la utilidad, la transferencia simplificada. Claro que lo más torpe sería culpar al lector por no llenarse el morral con libros de poesía, por no acompañarse el transbordo en Tacuba con asesorías de María Zambrano y Gonzalo Rojas. En una sociedad donde los profesionales de la palabra —políticos, politólogos, editores, periodistas, profesores— no leen poesía, las editoriales arriesgan poco o nada en su publicación y donde la conversación pública mira con suspicacia a la metáfora, a la afirmación porosa y a la obsolescencia de la delicia, la distancia del lector con ese mundo es apenas un síntoma —que merece ser subsanado, por supuesto, con infatigables tareas de divulgación y normalización de la enunciación imaginante.

Con todo, esta situación produce una tenacidad. De Mario Levrero o no, la frase sintetiza el poder sugerente de la poesía y reitera el trompo a la uña de que el buen entendedor requiere pocas palabras. Once, en este caso: «La poesía no se vende porque la poesía no se vende».

Samuel Cortés Hamdan. Licenciado en literatura por la UNAM.
Editor en periodismo, escribe sobre cine, libros y manifestaciones de la cultura popular donde sea posible.

@cilantrus

Otros textos del autor:
-Verdades a periodicazos: Heinrich Böll y Eugenio Garza Sada
-Pablo Larraín y la intimidad confundida en la catástrofe pública

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