Educando a distancia, viviendo a distancia, trabajando a distancia, amando a distancia… Mucho se ha dicho acerca de los cambios en nuestras vidas debido al distanciamiento social a consecuencia de la pandemia y, aunque entiendo perfectamente las razones y sigo las indicaciones, personalmente no logro adaptarme completamente a la falta de contacto social.
Estar sentada frente a una pantalla dividida en pequeños recuadros —en su mayoría con iconos de micrófonos apagados y una imagen sin vida sobre el nombre de cada alumno—, durante por lo menos 8 horas diarias, sin la oportunidad de gozar al escuchar las risas, las quejas o los lamentos de mis alumnos e implorando que no falle la señal de internet ni a mí, ni a ellos es mucho más desgastante que mis días en la realidad precovid-19.
En mi realidad precovid-19, aunado a impartir clase, ayudar a mis estudiantes, calificar y procurar poner un buen ejemplo, mi primera actividad al entrar a mi aula era juntar la basura regada por todo el salón, entre las bancas y las sillas: latas, papeles, comida, colillas de cigarro, entre tantos otros desperdicios. Limpiar mi escritorio, el pizarrón, las bancas y acomodar todo además de abrir las ventanas para ventilar el salón. Todo con la finalidad de que mis alumnos no tomaran clases en un ambiente desagradable y maloliente. Otra de mis actividades de aquellos añorados días precovid-19 en el colegio era el salir del aula en varias ocasiones a lo largo día, para amablemente pedirle a los “anarcos” sentados con su bocina portátil a un lado de la puerta del salón, que le bajaran un poco al volumen a su reguetón, ya que de otro modo no le era posible a mis alumnos escuchar la clase. También salía del aula varias veces durante cada jornada e iba hacia la pared bajo las ventanas del mi salón para pedirle a los “mariguas” que, por favor, se reubicaran ya que todo el humo de sus churros se metía por las ventanas y mi salón apestaba a mota. Acto seguido, regresaba a dar clase después de ser objeto de múltiples mentadas e insultos, pero al final lograba dar otro poco de clase antes de tener que repetir la rutina nuevamente, sin hacer corajes y mostrándole a los alumnos que el diálogo siempre es mejor que el insulto y que este último no afecta si uno no le da importancia.
Pero ahora estoy aquí en la realidad poscovid-19, de nuevo, iniciando un nuevo semestre frente a la pantalla, muertas mis esperanzas de regresar a clases presenciales. A la vez, doy gracias por la dicha de contar con un empleo tan hermoso como la docencia. Seguiremos así, no sé por cuánto tiempo más y haré lo que pueda por motivar a mis alumnos a continuar. Muchos de ellos ya están desesperados, decepcionados, hartos, deprimidos y desean caminar los pasillos de su escuela y escuchar los sonidos que emanan de todo el entorno escolar. Otros pocos no desean regresar por estar temerosos de todo lo que escuchan y ven en los medios, y los entiendo perfectamente. Otros tantos tampoco quieren regresar debido a que sus trayectos al colegio son muy largos, peligrosos y costosos, por lo que prefieren estar en casa o desde un café internet cerca de su hogar; igualmente los entiendo y respeto su opinión.
Todo parece indicar que no siempre valoramos lo que teníamos hasta que llegó covid-19, de nuevo comprobamos que nada es para siempre y que debemos ser accesibles y sabernos adaptar a todo lo que está por venir y poner el ejemplo a los jóvenes y cuidar a nuestros adultos mayores.
Seguiré aquí, sentada y sola en el espacio físico de mi área de trabajo, en mi escritorio, haciendo mi mayor esfuerzo por ser positiva e impartir mis clases de la mejor manera para “conectarme” con mis estudiantes y conmigo misma.