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Acarreados en el zócalo

Mientras se siga pensando al gobierno de López Obrador en los términos del viejo régimen, los yerros y confusiones abundarán en las interpretaciones de quienes se le oponen.
Es indudable que en un movimiento amplio, cuya representación electoral hoy es preeminente y que gobierna el grueso del país (además de ostentar la presidencia), habrá oportunistas que reproduzcan artimañas electoreras.
Ningún movimiento, por constructivo o novedoso que sea, está exento de ello y sus instancias internas deben denunciar esas prácticas para sanearse a sí mismo.
Más allá de ello, el peso de la historia reciente marca que al hoy Presidente de México nunca se le ha dificultado llenar el zócalo mediante la fuerza de la convicción. Lo hizo decenas de veces como opositor, lo hizo decenas de veces como Jefe de Gobierno, y lo hizo múltiples ocasiones como líder de la resistencia pacífica que delató fraude y latrocinios de 2006 a 2018.
La mayor parte de esas veces, logró su cometido sin acceso a recursos públicos y mediante la sola fuerza del poder de convocatoria. La semana pasada, como constata cualquier acercamiento cualitativo a lo ocurrido en el mitin del tercer aniversario de su gobierno, deja ver que la asistencia en pos del convencimiento es la regla.
Desde las derechas, esto se observa como simple “acarreo”. Desde otros ángulos que se precian de ser de izquierda, esto se menosprecia como culto a la personalidad. Ambas posturas coinciden en una cosa: la absoluta negación de la capacidad de agencia de muchas personas que consistentemente a lo largo de tres lustros han demostrado pertenecer a un movimiento que, guste o no, nunca se ha salido de los cauces institucionales y democráticos y donde la relación entre el dirigente y simpatizantes es democrático: el líder sigue a sus seguidores.
La orientación del debate sobre el nivel de aceptación del Presidente y la fuerza que mantiene en su poder de convocatoria, cuando en todas las plataformas mediáticas abundan los pregones del desastre, debería entonces centrarse en pensar qué no están entendiendo bien las élites, en vez de asumir que la mayoría de la gente es tonta y no entiende su propia vida.

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