La primera batalla electoral en la que participa la Cuarta Transformación como gobierno logró un triunfo alentador, tal como las encuestas lo pronosticaban, con un 40% de resultados favorables a nivel general en la votación (se quedó en 34%, con una diferencia de 6 puntos). Un factor determinante en la pasada jornada electoral fue que la clase media elevó su nivel de participación en los grandes centros urbanos de las entidades federativas, lo que jugó en contra de la 4T. Dejó de manifiesto un voto de desprecio que se impregna de la meritocracia, del aspiracionismo, del clasismo y del miedo por cambiar el statu quo del régimen neoliberal. Por ser una clase bastante voluble en la toma de decisiones públicas, se de su beneficio individual como clase, negando el beneficio general de la sociedad.
No obstante, existe una “clase media ilustrada” racional que, en 2018, votó por el movimiento encabezado por el Presidente Andrés Manuel López Obrador, pero que en esta ocasión decidió votar en contra de las políticas populares de la 4T porque “no han dado los resultados prometidos”. Sin embargo, “los ilustrados” se encapsulan en su ceguera ideológica de no reconocer los logros del gobierno federal porque no se benefician directamente en su círculo de “ilustrados e intelectuales», por no ser la clase preferente en la actual administración. Desde el principio se dejó claro que el proyecto es —y será— por el bien de todos: primero las y los pobres de México.
La clase media en sus diferentes facetas —moderada, equilibrada y radicalizada—cambia sus preferencias si la situación no le es conveniente, si modifica su comodidad; prefiere conservar el statu quo, a pesar de haber obtenido muy pocos beneficios de él, porque se siente cómoda con lo alcanzado, niega el cambio y reacciona para evitarlo.
El voto de desprecio —castigo— de las clases medias fue en contra de las ambiciosas políticas populares del gobierno de la 4T. Sin embargo, el comportamiento en la jornada electoral esconde la plataforma ideológica de la clase media que alude al odio con perjuicio hacia el Presidente Andrés Manuel López Obrador por sus condiciones de clase y su origen, así como desprestigiando su proyecto político sin argumentos objetivos.
En este “voto de castigo” también fueron notorios el miedo y la aversión a las clases histórica y socialmente marginadas y subordinadas, quienes ellos consideran inferiores. Lo que no saben es que estas clases ven al gobierno federal actual como un ente ya no ajeno, sino intrínseco —propio— a ellas, que les otorga poder social en el avance de su inclusión como clase en la vida pública del país, algo que durante el periodo neoliberal no tuvieron.
Sin embargo, esta inclusión de las clases bajas a la vida pública por parte del gobierno de la 4T, se convirtió en una competencia para la clase media en la búsqueda de satisfacer sus aspiraciones de pertenecer a las estratificaciones más altas de la pirámide social.
El estrato social que se identifica como clase media representa el 61% del total de la población mexicana. Parte de asumirse así se debe a una condición de estatus social, político e ideológico y no necesariamente. Se identifican como clase media, plenamente por una condición subjetiva dentro de una plataforma ideológica propia ya que, en el estricto sentido económico, no lo son: solo el 12% de la población mexicana es clase media, porque sus ingresos ascienden mensualmente a los 64 mil pesos.
No obstante, la mayoría de quienes se asumen de clase media persiguen el anhelo de algún día pertenecer a la clase empresarial y utilizan los medios necesarios para obtener ese sueño, con criterios bastante individualistas y nada colectivos ya que conciben un entorno en constante competencia con ellos —inclusive hasta de los que pertenecen a su propio estrato social—. Su visión de la realidad tiene su base en el mérito del propio esfuerzo para obtener el reconocimiento social por hacer o haber realizado una actividad y esa es la esencia de su plataforma ideológica.
Se desgarran sus vestiduras por siempre aspirar a “algo mejor” individualmente, despreciando el bien común y negando la existencia de las injusticias sociales, fundando su discurso en su plataforma ideológica; “con mis propias manos he construido mi riqueza, sin andar mendigando un apoyo económico”.
Insinúan a la antipatía y al clasismo con sus monomanías hacia las clases sociales inferiores denominadas “pobres” —todavía más ahora— por ser incluidas y reconocidas en un programa de gobierno para mejorar su calidad de vida y alcanzar un bienestar social digno, como lo procura la 4T en su cruzada “por el bien de todos primero los pobres”. Esto quedó demostrado en la pasada jornada electoral el rechazo de las políticas populares del Presidente Andrés Manuel López Obrador con su voto de castigo al programa de gobierno.
La clase media aspiracionista —radical— es diagnosticada con el síndrome de doña Florinda —personaje de ficción creado por Roberto Gómez Bolaños “Chespirito” en “El chavo del 8” —, quien subjetivamente se asumía con mayor acceso a ciertos privilegios —solo por tener un poco más ingreso—, de los que carecían en el resto de la vecindad. Doña Florinda, a pesar de también vivir en la vecindad, se sentía superior al resto de los avecindados, los miraba con desprecio e inferiores a ella, llamándolos chusma, cegada por su clasismo y aspiracionismo, negando su origen de clase por no aceptar las condiciones materiales en las que vivía.
Lo preocupante del fenómeno suscitado en el pasado proceso electoral es que no fue un caso aislado, sino que fundó una estructura de pensamiento en relación al ente individual y no colectivo, volcado en tener un miedo infundado a modificar su comodidad de los méritos obtenidos; en su lucha por alcanzar la estratificación social más alta de la pirámide social, exteriorizan su clasismo y aspiracionismo, lo que crea ser reaccionario por naturaleza. Esto siembra en el imaginario colectivo de la sociedad la aporofobia —odio al pobre— y xenofobia —odio al migrante—, por sentir que su desarrollo (económico, social, político y cultural) implicaría competencia en la lucha por mantener su estatus de clase y trascenderlo. Vivimos en pleno siglo XXI y en la “sociedad moderna” permean ciertos discursos, actitudes pensamientos y acciones que, lejos de ser progresistas, acarician el fascismo.