Me viene a la memoria el recuerdo de un célebre comercial de tarjetas de crédito. Creo que salía en la televisión tal vez ya hace más de veinte años: “hay cosas que el dinero no puede comprar, para todo lo demás existe Mastercard”. Resulta curioso que una compañía icónica del sistema económico contemporáneo, que subsiste gracias a una lógica del “todo-tiene-precio”, se haya propuesto construir su fama sobre la idea de que algunas cosas son simplemente invaluables. Especialmente porque, de buenas a primeras, a muchas de ellas se les ha terminado por colgar un código de barras.
¿Cuánto nos costaba poder salir a jugar una reta de fútbol en la cuadra cuándo éramos niños? En otras palabras, ¿cuántos pesos habría que dar a cada familia de la colonia para demoler la unidad deportiva y construir un centro de distribución para una compañía de ventas por internet?
¿Cuánto hay que pagar por respirar aire limpio, pasear por el parque, sentarse a la orilla de un río, bañarse y escucharlo correr? O, dicho de otro modo, ¿cuánto habría que pagarle a cada ciudadano del municipio para que una minera se instale río arriba y sus desechos tóxicos envenenen el aire y secuestren el agua?
¿Cuánto vale estar de buen humor, descansados, sentirnos tranquilos, tener esperanza en el futuro y poder disfrutar de la compañía de nuestras familias y amigos por más tiempo y con mejor salud? O, con otras palabras, ¿de a cuánto nos tiene que tocar para que aceptar que nuestros seres queridos tengan trabajos con horarios inhumanos, peligrosos, abusivos y mal pagados y que terminan acortando la vida que podemos pasar juntos?
A muchos ya nos ha ocurrido esto y, a decir verdad, ni siquiera nos preguntaron. Nos dieron un número —en el mejor de los casos— y la circunstancia nos obligó a tomarlo. Y es que es difícil competir con el poder de quienes fijan los precios. Investigando cuánto dinero hacen algunas compañías a costa de sangrar el bienestar y la salud pública, nos encontramos con un auténtico escenario bíblico de David contra Goliat.
Las tabacaleras con base en los Estados Unidos se gastan 20 millones de pesos por hora en publicidad. Nos venden productos que, literalmente, terminan matando a la mitad de quienes fuman y quienes respiran el humo del cigarro. La astucia más reciente de la industria está en sus cigarros electrónicos, azucarados, hipercargados de nicotina, pensados para enganchar a los niños y convertirlos en futuros consumidores de tabaco ordinario.
La refresquera más grande del mundo se gasta cada año 76, 200 millones de pesos en publicidad. En México sufrimos una epidemia de obesidad, diabetes y enfermedad cardiovascular que afecta, al menos, a 3 de cada 10 mexicanos. En algunas regiones del país es más barato y fácil conseguir una soda que un vaso de agua potable.
Saldo: 2 billones de pesos en ganancias para 33 empresas de venta de comida rápida, refrescos, tabaco, alcohol y comida procesada. Algunos dirán que parte del dinero volvió a la sociedad en forma de inversión y salarios; yo respondería: ¿se pagó el precio de nuestra salud, vida y felicidad?
De aquí lo genial de pensar la misión de los gobiernos en términos de bienestar. Nos alejamos de los polos ineficaces e ingenuos de la tecnocracia, por un lado, y de la demagogia por el otro. Ambas se caracterizan por su divorcio de la realidad social: la primera, en sus versiones más bondadosas, asume que uno puede llegar a saber y procurar lo que el pueblo necesita desde el escritorio y desde el libro, sin mirar siquiera a través de la ventana. La segunda, piensa que, si se es suficientemente astuto en la narrativa y eligiendo adversarios discursivos, lo que se haga o no, da más o menos igual. La elección está ganada.
En cambio, la idea del bienestar, lejos de ser una ocurrencia, es una reformulación sofisticada de la ética del Estado. Hay que cultivar y proteger el valor de lo que no se puede comprar. Se trata de entender nuestras necesidades presentes y futuras, comunicarnos con la mayoría, y construir soluciones conjuntas que transformen la realidad cotidiana de todos, más que los indicadores macroeconómicos. Así de sencillo, así de eficaz.