Cada día antes de dormir, como parte de su ritual, Renata hace la contabilidad de la cooperativa mientras sus compañeras limpian la cocina. En toda la comunidad de Eugenio Echeverría Castellot II solo las luces de la cocina están prendidas: de las casi 100 personas que viven en la comunidad solo ellas están despiertas hasta la media noche. Mientras hace cuentas, platica de las actividades que realiza en coordinación con el Municipio para prevenir la violencia contra las mujeres, lo que hace en el Día Naranja y cómo fue que gracias a la planificación familiar decidió tener un hijo. Nada había que explicarle de lo que dice la ONU, lo que significa el pañuelo verde o de la desigualdad económica. De la cooperativa de la que ella forma parte, de las personas integrantes 6 son mujeres y 4 hombres, los últimos, sin aparecerse durante meses en los trabajos de la cooperativa tienen los mismos derechos sobre esta solo por tener más derechos sobre la tierra, “ni falta nos hacen” comentaban entre risas y resignación, mientras se alzaban de hombros.
La disparidad en los derechos agrarios es abismal. En América Latina y específicamente en México, el territorio nacional es principalmente de hombres, y en el caso de la propiedad social, la desigualdad es más profunda: solo el 26% de las ejidatarias, posesionarias o avecindadas son mujeres, situación que no refleja en absoluto quién, cómo y en qué condiciones trabajan la tierra. Por ejemplo, para uso agrícola, las mujeres están inmiscuidas en algún proceso de producción en el 60% de los alimentos, pero este trabajo no es retribuido ni reconocido. En el caso de Renata y la cooperativa de la que forma parte, el trabajo no es de ninguna manera equitativo: aunque legalmente la cooperativa sea mixta, el trabajo que se realiza es solo hecho por las mujeres. Muchos programas –en el pasado y actuales– requieren demostrar la propiedad de la tierra para ser beneficiarios, motivo por el cual los hombres debieron ser incluidos en la figura asociativa.
Renata tenía acceso a internet cada vez que asistía al centro del Municipio. Como feminista y activista en su comunidad, reconocía la disparidad de estrategias, mensajes y manifestaciones; hablaba de la radicalidad con la que las mujeres de zonas urbanas plantean las problemáticas; desde redes sociales observaba las dinámicas propias de quienes pueden discrepar en cuestiones de identidad arraigadas en cierta medida en la individualidad. Hablando de las interpelaciones internas del feminismo las resumió con una frase: “eso la verdad no sirve aquí”, refiriéndose a las autodenominadas feministas radicales, que solo veía a lo lejos desde redes sociales. Platicaba de lo complejo que era hablar sobre la violencia y desigualdad de género en su comunidad porque exactamente solo tenía como arma la palabra; para su entorno la radicalización no era opción. Su inquebrantable constancia fue lo que le permitió difundir el mensaje de la prevención de la violencia contra las mujeres y aun cuando sus compañeras eran sus aliadas en el movimiento y se asumían feministas, no la hubieran acompañado a cosa distinta de lo que hacían habitualmente.
Lo que pasa en su entorno no es muy diferente al resto del país. Si bien entre casi todos los colectivos el común denominador es la erradicación del feminicidio y la legalización del aborto, también hay demandas concretas que de cierta manera obedecen más cuestiones de identidad, no menos legítimas e importantes pero no necesariamente estructurales. Este dilema de individualidad vs colectividad no es nuevo; esta discusión es en gran medida el centro de las diferencias políticas e ideológicas del liberalismo y las variantes de izquierda. Trasladándolo a la esfera del movimiento feminista resulta imperante no solo discutirlo sino desvanecerlo, ya que de no ser así, solo las mujeres somos las que perdemos en este proceso. Sin embargo esta tarea no será fácil. Primero, mas allá de teorizar cuál es la forma correcta de manifestarse, en este momento histórico nos toca reconocer cuál es la estrategia más útil, abandonar por completo la frase “agenda feminista” –término reduccionista y neoliberal– para utilizar siempre el de “movimiento” entendido como una gran organización de masas en la que el bienestar individual no se contrapone con el colectivo. En una sana autocrítica el movimiento en el país le debe mucho a las mujeres como Renata que no tienen el privilegio de radicalizarse, como dicen por ahí, la interpelación no está en la multiculturalidad sino entre quienes gozan de los mismos privilegios, por eso es que con el mismo ímpetu que pugnamos por el decir “las y los” en cada texto, deberíamos luchar por la equitativa distribución de tierras para que por medio de la emancipación económica, puedan tener mayor libertad y hacer que las relaciones económicas que impactan directamente en las relaciones sociales tengan mayor igualdad entre los sexos. Quizá hablar de propiedad en ciudades como Querétaro o Ciudad de México sea poco relevante pues por su alta plusvalía no es ni siquiera una opción. Pero para aquellas mujeres a quienes les debemos la mayoría de los alimentos que consumimos sería una de las luchas más radicales, porque hasta en eso la radicalidad es subjetiva. Si bien una demanda no exime a otra, sí requiere un gran trabajo de organización en lo interno del movimiento pero ese será el primer desafío: asumirse más allá de lo individual, arropar similitudes sin dejar de reconocer las diferencias sin afán de desacreditar, pero hay muchas mujeres feministas en lo individual pero no inmersas en el movimiento que también está aún en proceso de maduración, ya que tendrá que trascender de las referencias internacionales como el pañuelo verde o el paro de actividades, referencias inestimables e imprescindibles pero exógenas. Renata, con la amabilidad que le caracterizaba me apuraba para salir de la cocina, contaba los minutos para ver a su hijo que la esperaba para dormir, no había nada más importante que eso, y sin embargo dedicó unos minutos más a mostrar alguna documentación, y eso también fue una lección de feminismo: posponer algunos minutos de su trabajo en el hogar para su activismo, sacrificar unos minutos más de sus ansias por ver a su hijo para explicarme con más profundidad, es decir, Renata es una feminista de tiempo completo.
Por ella y por todas, urge que nos organicemos
Kenia Hernández Antuna. Servidora del Pueblo. Politóloga por la UNAM, militante de izquierda. Aprendiz del General Lázaro Cárdenas y del Presidente Andrés Manuel López Obrador.
Twitter: @KeniAntuna