En 1918, el movimiento estudiantil de la Universidad de Córdoba, Argentina, logró la autonomía y se convirtió en un referente para toda América Latina, por su carácter contestatario y antiimperialista. El ordenamiento jurídico autónomo de la Universidad Nacional de Córdoba reivindicó la libertad de pensamiento, de cátedra, los concursos de oposición y la elección interna de autoridades, convirtiéndose en un modelo innovador de formación educativa y pedagógica, así como de creación de conocimiento.
En México, la autonomía universitaria se instituyó por primera ocasión con la Universidad Autónoma de San Nicolás de Hidalgo y en 1929, en la UNAM, gracias a una reforma a su Ley Orgánica en el marco de un movimiento estudiantil que respaldaba la campaña presidencial del exrector José Vasconcelos. En su momento se decía que el otorgamiento de la autonomía era una dádiva para contrarrestar el apoyo que los jóvenes estaban otorgando al candidato. Sin embargo, de acuerdo con esa reforma, la Secretaría de Educación Pública (SEP) continuaba teniendo un gran peso en las decisiones internas de la Universidad. Por eso, cuatro años después, otro movimiento estudiantil exigió la “autonomía real” de la UNAM, y una nueva reforma liberó a la máxima casa de estudios de la injerencia de la SEP.
En el movimiento de 1933 destacaron jóvenes católicos que se posicionaron contra el proyecto educativo del general Lázaro Cárdenas, quien en campaña ya había presentado plan sexenal que buscaba incorporar la educación socialista, incluyendo a las universidades. Aunque en la movilización participaron jóvenes de todo signo político, los católicos “reaccionarios” —de acuerdo con la denominación de la época— alcanzaron escaños de alto nivel en las organizaciones estudiantiles, fueron una cara visible y destacada de la huelga, se aliaron con Manuel Gómez Morín, electo rector tras el movimiento, y varios años después participarían junto con él en la creación del Partido Acción Nacional.
La autonomía, en el marco de la agudización del proyecto revolucionario con el cardenismo, sirvió a los grupos de ultraderecha para reivindicar su separación de la línea oficial, como sucedió por ejemplo en el caso de la Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG), que aun siendo privada se declaró autónoma para marcar su distancia con el oficialismo de la Universidad de Guadalajara. Con toda la paradoja que implica declararse autónoma siendo privada, de la autónoma surgieron los llamados “tecos”, uno de los grupos más recalcitrantes del conservadurismo mexicano.
Décadas después, la autonomía de otras instituciones que nacieron con esa categoría, como la UAM o la UACM, se reivindica como un modelo al que se asocian una serie de valores que se vinculan con la separación de una línea estatal, como la libertad de cátedra y la diversidad de pensamiento.
La figura jurídica de la autonomía, sin embargo, se refiere primordialmente a los procesos administrativos internos y no ha sido una barrera infranqueable que impida la injerencia estatal y empresarial, o mantenga a las instituciones de educación superior en un halo impoluto y ajeno a las políticas científicas. Tampoco es una condición para la producción científica “neutral” (porque la neutralidad de la ciencia no existe). El Instituto Politécnico Nacional, sin contar con esa cualidad jurídica, logró consolidar el proyecto cardenista de una educación superior en áreas técnicas estratégicas, de corte masivo, popular, científico y de alto nivel, por ejemplo.
Ante la reciente exigencia del CIDE por el respeto de su autonomía, es conveniente recordar —primero— que no es una institución autónoma sino una asociación civil de participación estatal mayoritaria (de acuerdo con sus estatutos), y —segundo—, que en caso de que el movimiento estudiantil muestre interés en solicitar esta figura, implicaría nuevas responsabilidades para una institución que nació como un centro directamente asociado a la entidad estatal que regula la ciencia mexicana.
La autonomía ha operado históricamente de acuerdo con los contextos específicos de los gobiernos y de las instituciones educativas. No es una fórmula que garantiza la separación de los intereses políticos de cada momento y lugar, ni tampoco es una fórmula de independencia de poderes específicos. No es tampoco una garantía de libertad de pensamiento (como demuestra el caso de la UAG) ni determina que sus autoridades no serán impuestas (como lo demuestran varios casos de la UNAM).
Finalmente, en 1933, cuando la UNAM alcanzó su “autonomía real”, se determinó que al gestionarse internamente debía hacerlo con recursos propios. La primera labor de Manuel Gómez Morín fue buscar financiamiento entre sus amigos empresarios y su corta gestión se enfocó en ello. Cansado, en 1934, renunció a esa tarea y de su obra se recuerda mucho más su abierta oposición a través de la creación del PAN que su trabajo como rector de la máxima casa de estudios.
Los huelguistas de 1933 fueron los cuadros políticos intelectuales del panismo; salta ala vista que la formación en educación superior se relaciona directamente con el contexto político. No hay universidad ni escuela ajena a las coyunturas de su momento y como se ve, los movimientos estudiantiles también son espacios de formación de cuadros políticos, tengan o no a la autonomía como marco jurídico institucional.
El movimiento del CIDE, aunque surge de un suceso específico de elección de su autoridad, hasta ahora ha demostrado tener respaldo en la oposición conservadora, y nutrirse de ella. ¿Serán sus jóvenes los nuevos cuadros que alimenten a la derecha mexicana?