Política y religión no se mezclan, rezan a menudo tanto quienes están interesados en mantener cierto estatus quo en ambas dimensiones como quienes por imitación o costumbre recurren a la frase para evadir los lacerantes debates que se entrecruzan en el fondo de ambos mundos. Política y religión no se mezclan, insisten, pero ¿no es la religión un movimiento idealista que se ha articulado mediante estrategias políticas? Y a su vez, en teoría, ¿no debería de ser la política un medio para alcanzar objetivos que comparten la mayoría de las religiones que se conocen en este lado del mundo? La felicidad, el amor, la paz, el bienestar y la justicia resuenan en ambos discursos que los grupos más conservadores se empeñan en alejar y tratarlos como cosas completamente distintas, ajenas. Todo tiene una razón.
Sea cual fuere la religión que se profese hay en definitiva una cuestión que no se puede negar: la prevalencia de las religiones y la espiritualidad a través del tiempo y las geografías, pero sobre todo la manera en que, principalmente la religión como estructura, ha logrado unir a millones de personas provenientes de todos los estratos sociales bajo un sistema de creencias, significados, ritos y costumbres, proeza que no ha logrado ninguna otra estructura.
Llama la atención que a través de la historia nada parece ser suficiente para que los seres humanos nieguen su religión o su espiritualidad, ni los crímenes de las Iglesias ni los más escandalosos casos que involucran a líderes religiosos y espirituales. Contrario a lo que ocurre con la política, quienes se decepcionan de las prácticas terrenales de ese mundo espiritual en el que creen –o creemos –, lo hacen convencidos de que la decepción es hacia los débiles humanos, no contra el núcleo de su creencia, llámese Dios o como sea. Lo espiritual, lo divino, lo intangible no decepciona porque es ajeno a las imperfecciones humanas y porque la interacción directa es prácticamente imposible; no hay quien cuestione o incomode, cosa que sí sucede con la política, llena de humanos imperfectos que en cualquier momento pueden arruinarlo todo.
Entonces política y religión no se mezclan porque quienes profesan una religión o alguna corriente espiritual han sido individualizados como seres, y el discurso del amor al prójimo y la comunidad se queda en simples palabras; estas personas no son más que el resultado de haber recibido la anulación del componente político de su sistema de creencias.
Con lo anterior no pretendo una falsa glorificación a las instituciones eclesiásticas ni a las religiones, la idea tampoco es ver a la religión inmiscuirse en la vida pública de manera directa, sino que tiene que ver más bien con las filosofías que se comparten; estas encarnan una especie de filosofía para el Pueblo, un conjunto de principios éticos y morales comunicados de manera simple –aunque haya sectores que no lo pongan en práctica –, este conjunto, aunque podamos estar o no de acuerdo con él, existe y no podemos cambiar esa realidad.
Cuando Marx mencionó que “la religión es el opio del Pueblo”, lo hizo consciente de la fuerza de persuasión que esta tenía sobre las masas, una fuerza capaz de aplastarla pacíficamente, pero también capaz de detonar acciones infundadas por las pasiones.
Como persona nacida en una familia de gran tradición católica, me ha quedado en claro que el discurso religioso obedece a las cúspides de las jerarquías interesadas en mantener todo igual. Salvo contadas excepciones, quienes dictan la hegemonía se han encargado de no profundizar en las implicaciones reales que habría de ponerse en práctica los preceptos que tienen que ver con amor y con justicia. Les ha quedado cómodo hacer creer a la gente que hacen el bien cuando rezan o realizan alguna obra de caridad, mientras dedican su tiempo en apoyar a los representantes del sistema de sufrimiento y desigualdad.