México es una nación independiente, libre y soberana. Que lo escuchen fuerte y claro; Estados Unidos, sus gobernantes y el mundo entero. Esta declaración, más que una consigna, es una reafirmación de nuestros principios como Pueblo y como Estado.
Sin embargo, en las últimas semanas, el debate sobre la relación entre México y Estados Unidos, y en general entre este último y Latinoamérica, se ha intensificado, colocando nuevamente en el centro de la agenda pública una realidad histórica: la lucha constante por el respeto a nuestra autodeterminación.
En respuesta a los ataques y descalificaciones públicas del presidente Donald Trump, la Presidenta Claudia Sheinbaum ha reafirmado, con valentía y claridad, que México es un país libre, independiente y soberano. Sus palabras, lejos de ser un gesto únicamente simbólico, representan un acto de resistencia y dignidad en un contexto global donde las relaciones de poder frecuentemente favorecen al más fuerte. La mandataria ha instado a mantener el diálogo como vía para garantizar la prosperidad mutua, reconociendo que el respeto entre naciones no solo es una exigencia moral, sino también una condición para el desarrollo compartido.
No obstante, la realidad en el terreno refleja una dinámica desigual que no puede ser ignorada. Durante la primera semana de la nueva administración estadounidense, México recibió más de 4 mil personas deportadas. Este flujo masivo de repatriados, evidencia no solo el endurecimiento de las políticas migratorias de Estados Unidos, sino también la fragilidad de los derechos humanos de miles de migrantes que se ven atrapados en un sistema injusto y denigrante.
Frente a este escenario, el gobierno humanitario de nuestra Presidenta Sheinbaum, ha manifestado su compromiso de responder de manera firme y decidida ante posibles violaciones a los derechos humanos por parte de las autoridades migratorias.
Resulta contradictorio que, mientras Trump elogia la supuesta buena relación con México, las acciones de su gobierno perpetúan una lógica de dominación y desdén hacia nuestra región. Desde la imposición de acuerdos migratorios desiguales hasta la constante amenaza de aranceles como instrumento de presión, queda claro que la narrativa de “buenas relaciones” no se traduce en un trato justo y equitativo. Lo que sentimos, en cambio, es una guerra perpetua, no necesariamente de balas, pero sí de intereses, desigualdades estructurales y presiones económicas.
Esta tensión no es nueva, la historia de América Latina está marcada por la resistencia frente al intervencionismo estadounidense, nuestros países han luchado incansablemente por proteger su soberanía. En este contexto, México debe seguir alzando la voz no solo en defensa propia, sino también como representante de una región que aspira a un futuro de autodeterminación y justicia social, pero siempre siguiendo nuestra política de no intervención.
El reto, entonces, es doble. Por un lado, debemos exigir respeto y reciprocidad en nuestras relaciones bilaterales, defendiendo con firmeza los derechos de los mexicanos en el extranjero y de los migrantes en nuestro territorio. Por otro lado, es necesario construir alianzas más sólidas con nuestros vecinos latinoamericanos, reconociendo que solo desde la unidad podremos enfrentar las dinámicas de subordinación que nos han querido imponer.
La soberanía no es solo un principio jurídico; es también una declaración de dignidad y resistencia. Nosotros, el Pueblo de México, sostenemos que no debemos ceder ni un centímetro frente a quienes pretenden dictar nuestro destino. Nuestro futuro está en nuestras manos y en las de nuestra Presidenta, que representa nuestra voz, de manera firme y decidida. México es, y siempre será, una nación independiente, libre y soberana.