La historia del narcotráfico en México, bajo su concepción contemporánea, criminalizada, remonta a la primera década del siglo XX. Para hilarla, debemos revisar la prohibición a la importación de goma de opio decretada en 1916 por Venustiano Carranza.
Su tráfico y consumo empezó a efectuarse con legalidad, aunque bajo cierta restricción, a partir de la década de 1890. Sin embargo, tuvo presencia a partir del establecimiento de comunidades de inmigrantes chinos, también durante la segunda mitad del siglo XIX.
El opio llegó junto a ellos por ser parte de sus prácticas culturales. Su consumo se hizo moda entre los occidentales, en nuestro caso, norteamericanos y mexicanos. Según los documentos de archivo, en la frontera norte mexicana, hacia 1915 y 1916, cundió cierto temor por el cada vez más alto índice de consumidores. En el informe de Enrique A. González, cónsul mexicano en San Diego, California, sobre los efectos en el Distrito Norte de Baja California de la prohibición al tráfico de opio, en el fondo documental del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California, podemos leer:
[…] yendo a la ciudad vecina mexicana –Tijuana- de 15 a 20 automóviles todas las noches, repleto de personas que tienen este vicio, muchos de ellos jóvenes de ambos sexos de muy corta edad. Allí se reunían gentes de todas nacionalidades y posiciones sociales, habiendo ocurrido con mucha frecuencia crímenes que son el resultado de este vicio […][1]
Así, el Gobierno de México decidió prohibir su tráfico considerando que, de esa manera, ante su aumento de precio, debía llegar un momento en que iba a ser imposible comprarlo[2] y su consumo se erradicaría. La historia nos ha dicho otra cosa. Nació el contrabando y la ilegalidad bajo la cual hoy lo conocemos y, sí, ante el encarecimiento de la droga y su constante y creciente demanda, contrario al pronóstico de la época, se configuraron y tejieron mafias y redes de narcotráfico además de la diversificación del consumo de drogas, construyendo el panorama que nuestro Estado llegó a calificar y declarar como guerra.
En su momento, los importadores de opio recibieron con asombro la noticia de la prohibición:
[…] [en] copia de una carta de unos traficantes chinos de Tijuana dirigida a otros de la misma nacionalidad que residen en este puerto –San Diego, CA.- y la que, entre otras cosas, dice: “hace como dos semanas supimos por la prensa de San Diego que habían llegado ahí algunas cajas de opio crudo que iban a ser transportadas a Ensenada, pero que inesperadamente las autoridades americanas impidieron su exportación debido a la interferencia de los diplomáticos mexicanos en San Diego y que sin duda habrían ustedes sabido.[3]
Buscaron entonces mantenerse de alguna manera en el reducto de lo legal:
[…] en la aduana de Ensenada se ha aconsejado a los traficantes de opio que lleven dicha droga, aunque para ello no tengan el permiso respectivo de nuestro gobierno, lo que no ha sucedido por las medidas preventivas tomadas por las autoridades aduanales americanas quienes me han manifestado que no permitirán la exportación de opio para México si los interesados no tienen el respectivo permiso de nuestro Gobierno. Los traficantes de opio, viendo que aunque con la anuencia de la aduana de Ensenada no les era posible introducir esa droga si no llevaban los documentos respectivos certificados por este consulado, estuvieron varias veces a verme […]manifestándoles que no volvieran a tratarme ese asunto si no traían el permiso respectivo de la Secretaría de Hacienda […][4]
Las autoridades federales[5] no dieron marcha atrás a su política prohibicionista, la cual coincidió con el ambiente moralista y temperante de los Estados Unidos, convergiendo, además, en 1919, con la llamada Ley Volstead, en el marco de “la construcción de una moral y redención social nacional revolucionaria”[6] la cual dio como fruto la persecución, criminalización y la primera expresión de la guerra contra el narco:
[…] al asumir las riendas del Gobierno territorial […] el primer problema con que se enfrentó el General Rodríguez fue la guerra sin cuartel que existía entre dos grupos de súbditos orientales que se disputaban la explotación de las casas de juegos chinos y los fumaderos de opio cuyos dirigentes de ambos bandos estaban constantemente amenazados de muerte entre sí […][7]
La situación recrudeció de manera tal, que empezaron a protagonizar asesinatos tipo ejecución. Debido a esto, el Gobernador Gral. Abelardo L. Rodríguez fue investido “con todos los poderes que creyera necesario para acabar con esa situación”[8] y, por supuesto, echó mano de la fuerza militar.
El Estado emanado de la Revolución, en su vorágine modernizadora y moralizadora, dio a luz este proceso que, por su propia historia, nos ha enseñado que configuró una institución, la mafia mexicana, capaz de enfrentar como igual al mismo. Incluso, tomó su lugar entre aquellas comunidades abandonadas a su suerte. El pronóstico de encarecimiento de la droga se cumplió, no así la erradicación de su consumo por la imposibilidad de comprarlo, y justo eso les dotó de la economía suficiente para desarrollar igual o mayor capacidad de fuego, inteligencia y organización, además de infiltración. Pueden comprar a quien quieran o puedan. Su epítome es Genaro García Luna.
[1] IIH, 9.26. Informe de Enrique A. González, cónsul mexicano en San Diego, California, sobre los efectos en el Distrito Norte de Baja California de la prohibición al tráfico de opio.AGN, fondo Período Revolucionario.
[2] Ibídem.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.
[5] Deducimos “las autoridades federales” pues Baja California en ese momento y hasta 1952 tenía calidad de territorio. Políticamente dependía de la Federación.
[6] Méndez Reyes, Jesús. De crudas y moralidad: campañas antialcohólicas en los gobiernos de la postrevolución. 1916-1931. Versión preliminar para el II Congreso de Historia Económica de México. Octubre, 2004.
[7] Aguilar Robles, Joaquín, Las maffias de antaño. Archivo particular de Fernando Aguilar Robles Maldonado. Expediente Documentos, correspondencia, artículos de prensa.
[8] Aguilar, op. cit.