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El Estado y el problema de la soberanía. Parte 1

En la primera línea de su Teología política, Carl Schmitt señala: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”. Aplicado al caso límite, supone la existencia de un Estado capaz de definir, no como estado de sitio ni a partir de decreto alguno, el carácter del orden político. Superados los principios jurídicos vigentes que enuncian la normalidad de la política, nunca su constitución, surge como derivación de la doctrina del Estado el problema de la aplicación concreta de la soberanía, es decir, sobre quién decide en caso de conflicto. Como parte de la esfera más extrema –siguiendo siempre a Schmitt- “la decisión sobre la excepción es decisión en sentido inminente”. En su sentido polémico, sobre su aplicación directa, la clase política adquiere visibilidad pues se le presenta el problema de encontrar, a la manera de Mosca, una fórmula que vuelva inaplazable la decisión final: la definición sobre qué se resguarda, a quién se protege y el sentido último del orden público.

La existencia y la continuidad del Estado son criterios definitorios de lo político. El atentado contra el Estado –la guerra- supone concretamente un peligro contra su pervivencia, así como para la sociedad, organizada políticamente. El ius belli contemporáneo conjuraba nominalmente esta posibilidad; pero sólo esta: El partisano habría de llegar a destruir los principios clásicos del derecho internacional, resquebrajados por un telúrico contenido ideológico, haciendo estallar las definiciones clásicas de enemigo público sobre las que descansó aquél por tanto tiempo. La generación de enemigos internos al Estado (grupos de odio, células terroristas, fundamentalistas, crimen organizado) dejó en un impasse a los jurisconsultos, que se vieron incapacitados para definir los contornos de peligros no previstos en el orden jurídico (posrevolucionarios). Sin que haya desaparecido el sistema rival externo (que en principio dio origen y sentido a la idea misma del Estado) ahora, el Estado se enfrenta en una nueva etapa a un conjunto infinito de peligros internos. Se trata, como señala Joachim Hirsch, del crimen omnipresente.

El peligro permanente e imprevisible desplazó poco a poco al peligro tradicional del Estado. Así, surgió un proceso de cambio de legitimación del Estado de seguridad, sustentado ya no en amenazas ideológicas externas sino ancladas materialmente a las carencias sociales y al estancamiento mundial de la economía. La emergencia de nuevas forma de exclusión (las clases peligrosas, los pobres energéticos, &) y la imagen de una delincuencia cotidiana a la que ningún sector puede sustraerse, han dislocado los términos en los cuales es posible resolver, en concreto, sobre la aplicación directa para garantizar la subsistencia del Estado: El nuevo enemigo público estatal podría abarcar a amplios sectores sociales, que se han imbricado con el crimen, haciendo por momentos irreconocibles las diferencias entre unos y otros. De la misma forma, el enemigo adquiere un nuevo poder en tanto logra penetrar a las estructuras mismas del Estado y al seno de la clase política. La expansión del crimen a dichos sectores ha permitido que se le dispute al Estado, más que el monopolio de la violencia física legítima, la legitimidad para determinar el orden político con la aquiescencia de amplias bases sociales.

En México, existe una situación inédita porque el narcotráfico mutó en narcoinsurgencia y tomó por sorpresa al Estado en su forma más elemental (municipios), penetrando a una parte del ejército y haciendo inoperante a sus aparatos de seguridad. Los esfuerzos de la llamada “guerra” contra el narco en el gobierno de Felipe Calderón resultaron infructuosos no sólo como experimentos sociales que deben ser juzgados ahora (Ciudad Juárez) sino por la forma en la que los medios de comunicación llegaron a mercantilizar el problema, estelarizando a los principales capos de la droga o sirviendo como medio para enviar mensajes de escarmiento a bandas rivales. La lucha contra el crimen es el reto más ingente para el Estado mexicano pues los cárteles de la droga han demostrado capacidad para controlar el tránsito en territorios (carreteras), el control de industrias estratégicas del Estado (plataformas petroleras), sobre la población (tráfico de indocumentados) y el comercio (control de precios de productos agrícolas).

 

 

Rafael Morales. Analista político. Ha colaborado para El Economista y la Radio Nacional Argentina.

@Rafael Morales

Otros títulos del autor:

-Proyecto político y cambio de régimen

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