Ciudad de México a 12 junio, 2025, 23: 03 hora del centro.
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El juego de la península: entre trenes, promesas y trampas

A mediados del siglo pasado, la península de Yucatán solo era un rincón lejanísimo, con un pasado maya majestuoso, playas hermosas, pero poca industria y menos conexión. Éramos la orilla. El fin de la carretera.

Hoy, algo cambió. La península está en el centro de una nueva narrativa: desarrollo con justicia, reindustrialización regional, infraestructura, gas, polos de bienestar. Todo parece alinearse. Pero también podría desalinearse rápido. Porque no es lo mismo construir un tren que organizar un territorio.

Con el anuncio de los polos de desarrollo en Seybaplaya y Chetumal, y uno más en puerta en Yucatán, se desató algo más que entusiasmo: se desató un juego. Y como todo juego, hay reglas (a veces difusas), jugadores (con agendas propias), y consecuencias. Esta vez, además, hay un reloj: los ciclos políticos corren y la prisa por mostrar resultados puede alterar los tiempos naturales de la planeación. Se quiere inaugurar antes de ordenar, anunciar antes de acordar. El riesgo está en confundir velocidad con estrategia.

Imaginemos que esto es un juego con cartas ocultas. Cada estado tiene en la mano algunas fortalezas: Campeche tiene tierra, granos, puerto; Yucatán tiene logística, infraestructura, universidades; Quintana Roo tiene turismo, consumo, conexión con el Caribe. Todos quieren desarrollo, empleo, inversión. Pero ¿qué hacer con esas cartas?

La primera opción es cooperar: ponernos de acuerdo en quién hace qué. Que Campeche se especialice en insumos primarios; que Yucatán transforme; que Quintana Roo distribuya, consuma, exporte. Suena lógico. Es eficiente. Se aprovechan las ventajas comparativas. Todos ganan y el juego continúa.

Pero cooperar incomoda a los descolocados. Obliga a salirse del libreto, a moverse sin certezas. Da miedo, sí. Pero quizá da más pudor: no sabemos por dónde empezar. ¿Quién llama primero? ¿Quién cede? ¿Quién coordina sin parecer que se somete? Mientras uno calcula el tono del mensaje, el otro ya está cortando listón, firmando convenios, ya le tomaron la foto con casco y pala.

Ahí aparece la segunda opción: competir. Cada quien construye su polo, cada quien ofrece incentivos, cada quien quiere la planta, la embotelladora, la empacadora. Todos hacen lo mismo. Las inversiones se reparten por descuentos, no por estrategia. Se duplican esfuerzos. Y lo que debía ser una región industrializada se convierte en un archipiélago de proyectos inconexos. Un rompecabezas sin unir.

Y ahí está el corazón del problema: sin coordinación, no hay desarrollo. Y si todos quedan a medias, la región se hará más desigual.

A veces, lo razonable para cada uno resulta desastroso para todos. Campeche invierte, Yucatán también, Quintana Roo no se queda atrás. Cada uno intenta atraer y prometer lo mismo. Las cadenas productivas no se ensamblan: se duplican, se enciman, se frustran. La cooperación se posterga. Y al final, la brecha se agranda.

Y el problema es que cada uno cree que está ganando. Hasta que llega el momento de evaluar resultados: hay inversiones, sí, pero también hay subejercicio, naves vacías, empleos precarios, cadenas rotas.

¿Quiénes juegan en serio? Los gobernadores, claro. Ellos tienen elecciones, indicadores, fotos que mostrar. También los empresarios locales, que ven con recelo si el vecino capta una planta que podía instalarse en su estado. Los funcionarios federales, que reparten presupuesto, pero sin arbitraje técnico. Y también los ciudadanos, que votan, esperan vivir mejor.

¿Y qué se gana si cooperan? Mucho más de lo que parece. Se gana especialización complementaria, en lugar de duplicar esfuerzos; un uso más eficiente de la infraestructura —los trenes, los puertos, las carreteras— que hoy aún están subutilizados; se gana más inversión gracias a las sinergias entre territorios y sectores; se gana también empleo más calificado y estable, porque hay continuidad en lugar de proyectos efímeros.

¿Y qué se pierde si compiten? Primero, tiempo. Luego, recursos, que se dispersan entre duplicidades y ocurrencias. También se pierde algo más delicado: la confianza de los inversionistas, que buscan certidumbre, no improvisación. Y finalmente, se pierden los proyectos estratégicos de largo plazo, esos que requieren coordinación, visión compartida y paciencia…

Entonces, ¿qué tipo de juego estamos por jugar?

La respuesta no está escrita. Pero podría estar diseñada. Lo que falta es un arreglo institucional que evite la trampa. Un espacio donde se delibere y tomen decisiones. Una agencia técnica regional que mida, compare, proponga. Que tenga dientes, pero también legitimidad.

Organizar el territorio empieza por entender su aptitud territorial: suelo, clima, agua, gente, infraestructura, logística… ¿Qué puede florecer ahí sin generar líos? No todos los lugares están hechos para producir chips —ni falta que hace. A veces lo más estratégico es dejar de jugar al Silicon Valley y apostarle a lo que de verdad puede crecer con raíz firme.

Significa integrar las inversiones con una lógica de red, para que los proyectos no funcionen como islas: polos, campus universitarios, terminales intermodales deben conectar entre sí, alimentar cadenas productivas comunes y vincularse con ciudades medias como nodos logísticos.

No se trata de desbordarse, sino desplegarse con inteligencia

Pero si no, el riesgo es claro: tres estados, tres polos, tres discursos. Y ninguna región. Otra vez.

Y entonces, los trenes sí circularán. Pero el desarrollo, no.

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