El origen de la familia, la pr

El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado

Si muchos hombres de repente se han vuelto aliados, solidarios y hasta defensores de la lucha feminista, ¿por qué sigue aumentando el número de muertas? ¿Por qué parece no tener fin la violencia contra mujeres y especialmente las  niñas? 

El crecimiento y evolución del movimiento feminista no se puede demeritar ni menospreciar; es un hecho que cada vez más mujeres de todas clases sociales, culturas, edades y profesiones simpatizan con el movimiento ‒algunas por convencimiento, unas por militancia política, y otras por la necesidad de sus circunstancias o el dolor de acompañar o perder a alguien en el camino‒. Es innegable que la organización ha madurado: las manifestaciones no requieren una convocatoria de alguna líder, las demandas son auténticas luchas que la mayoría ha vivido en lo individual y ha hecho de eso una demanda colectiva; es decir, el movimiento adquiere legitimidad por organizarse en horizontal y ser autogestivo. 

Sin embargo, incluso con los avances al interior, ¿por qué siguen en aumento las muertes de mujeres? Porque si bien se señalado como el enemigo en común de hombres y mujeres al patriarcado, los hombres no han buscado ni encontrado el espacio para su propia deconstrucción puesto que eso significaría renunciar a los privilegios que el mismo sistema les otorga y mirarse al espejo como perpetuadores. 

Es muy común escuchar decir a los hombres sentirse solidarizados con la lucha feminista por tener “madre, esposa, hermanas, hijas y amigas” por las que ha despertado una “genuina” empatía a favor de las mujeres. Algunos por ignorancia, otros por conciencia, repiten un discurso que ya se ha dicho antes: “yo las entiendo, porque fui educado por mujeres”, “yo las quiero porque eso me han enseñado”, “la mujer más buena del mundo es mi madre”, “soy incapaz de dañar a una mujer”, “yo permito que mi esposa tome sus decisiones”, “yo a veces lavo los platos y cuido a los hijos”, “a las mujeres no hay que entenderlas, hay que quererlas”  y un largo etc. que disfraza a los hombres que intentan una vez más protagonizar y ser reconocidos por algo que no hacen y,  si lo hacen, lo hacen mal. Además, pone en entredicho dos situaciones: no piensan renunciar a ser protagonistas de una lucha ajena ‒al poner a las mujeres en un papel secundario en su propia lucha‒ y, además, refuerzan la idea de que las mujeres valen por el papel utilitario en la vida de los hombres ‒porque forman parte de su propiedad privada‒, como hace varias decenas de años escribió Federico Engels en su libro del “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”.

Engels quizás no se imaginaba que este escrito sería la antesala de la consigna de “Patriarcado y Capital, alianza criminal”, además del fundamento teórico y la explicación de la supuesta “solidaridad” de los hombres, no con el movimiento sino con las propias mujeres que considera valiosas. Esto no tiene nada de extraño, ni es situación digna de aplaudirse, ya que no es el resultado de algún proceso de deconstrucción o aprendizaje, sino de la idea de perder a alguna de las “suyas” ‒ponerle el rostro de su madre, esposa, hija o hermana a alguna de las desaparecidas‒ es lo que quizás los hace empatizar con las otras mujeres, pero de ninguna manera los hace ni lejanamente aliados del movimiento. 

Si bien Engels no explicó la conformación de todas las civilizaciones, sí describió el fundamento de gran parte de las sociedades occidentales y la relación entre el patriarcado y la propiedad privada, así como la función de la monogamia como un medio para regularizar la herencia, los territorios, su explotación, los apellidos y los cuerpos de las mujeres. Así mismo, la historia se repite, el discurso de “mis mujeres” refuerza la idea del patriarca alrededor de la institución familia, en donde siendo el “hombre valioso” que es un “buen hombre” gracias a ellas, tiende derecho sobre ellas. Esta construcción, que pareciera ser del tipo privado por organizarse en el hogar, tiene un mensaje claro el exterior: trastoca la institución calle, la institución trabajo, la institución escuela, etc. Ahí donde el orden jerárquico cambia, para los hombres es necesario mantener en custodia lo que considera suyo, por eso es sencillo gritar a los cuatro vientos su indignación “si algo les pasara” a sus mujeres, pero les es imposible debatir, cuestionar o increpar a sus conocidos o a ellos mismos mientras perpetúan el sistema de otras formas, ya que sienten una agresión directa de otro hombre para lo que consideran de “su propiedad” y no para las mujeres “de otros”. 

Después de varias décadas de lucha y muertas en el camino, las mujeres hemos encontrado espacios de cuidado, auxilio, consuelo y aprendizaje; sin embargo, los espacios de justicia parecen inalcanzables, porque para esos no es suficiente apelar a la moral de los hombres, sino que ellos renuncien a los privilegios que el pacto patriarcal sostiene. Este pacto, intangible e invisible, se alimenta de todos los que creen su labor hecha por no golpear o piropear mujeres, porque que creen que tienen el derecho a validar o invalidar las diferentes formas de manifestación de las mujeres, o porque opinan sin pudor mientras los suyos sólo miran. 

El proceso de deconstrucción en hombres no ha empezado y, lamentablemente, no muestra señales de hacerlo, ya que incluso cuando tienen mujeres cercanas, la idea de humanizarlas derrumba el concepto de la mujer buena y abnegada que le han implantado durante toda su vida ‒la que “todo perdona”, llena de virtudes que el “ha heredado” por su educación en casa‒. Es por ello que el primer paso, ver a las mujeres como humanos y no como objetos para su crecimiento personal, se mira cada vez más lejos y, por tanto, la deconstrucción de los hombres. Una vez más, las mujeres tendrán que conquistar su propia libertad con completa consciencia de que los hombres, no romperán el pacto patriarcal nunca o no por mucho tiempo, porque como dice el Presidente: “La libertad no se implora, se conquista”. 

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