“A Gore y Abraham; por su vida solidaria entre ellos y con los demás”
En 1956, el gran sociólogo texano Charles Wright Mills publicó un libro clásico, que hoy sigue siendo el referente fundamental para comprender la teoría y análisis sobre los altos círculos del poder —el militar, el económico y el político— que ostentan un margen mayor de maniobra que el resto de los seres humanos en lo referente a las decisiones colectivas.
En un ejercicio creativo, Mills propuso a la editorial un título provocador y fascinante para su libro: Ricos y arrogantes. Ello porque parte de su investigación descansaba en el hecho de que, para comprender a los hombres y mujeres más poderosos en Estados Unidos, no bastaba el análisis económico y el estudio institucional del sistema político estadunidense, sino también era importante ahondar en las claves psicológicas sectarias de ese grupo: uno de los rasgos de la élite es, precisamente, su negación constante a ser élite, con un capital social producto de la cuna e influencias (pues ellos se ven a sí mismos como producto de la «cultura del esfuerzo»); otro rasgo es la disimulación de su actitud excluyente —ellos conforman un círculo casi impenetrable, pero insisten en propalar la idea (falsa) de que «cualquiera» puede llegar a ser como ellos—.
Por desgracia, a los editores no les convenció ese título para el libro y al final esa notable investigación quedó bautizada, empero, con otro nombre formidable y revelador: La élite del poder. Hoy, ese libro conforma, junto a la sociología italiana de Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, la base clásica de un enfoque fundamental de las Ciencias Sociales: la teoría de las élites.
Reflexionar sobre las élites mexicanas añejas y contemporáneas es un ejercicio que debe basarse en los aportes de Mills, para quien resultaba crucial estudiar las fuentes reales de la toma de decisiones colectivas que, si bien eran perpetradas formalmente por políticos profesionales, detrás de ellas suele haber la gran influencia de cuerpos de poder informal —como grupos militares o diversos intereses económicos—. Lo más interesante es que el poder de las élites es tal que muchas veces pueden prescindir de las instituciones gubernamentales o instancias democráticas, para incluso así tomar decisiones «a nombre de todos» o que afectan a todos.
Las élites mexicanas son un prístino ejemplo de la reflexión crítica de Mills. Hoy, ciertos personajes de influencia económica son capaces de tomar decisiones desde el poder político para proteger fines privados, disfrazados de «fines públicos». La Ley Televisa, la Reforma energética de 2014, los berrinches tributarios de Salinas Pliego, los pisoteos a la ley electoral que ha solido hacer el Consejo Coordinador Empresarial o las rabietas delirantes de Claudio X. González (padre o hijo, da igual) son apenas unos ejemplos de lo que se puede reflexionar en México a la luz de los aportes de Mills: ¿por qué esa gente que no tiene poder político formal sí tiene una capacidad de influencia en la vida política de todos?
En ese sentido, las élites mexicanas —sobre todo las económicas y mediáticas— son hoy grandes responsables de diversos lastres que aquejan al país. Entre ellos se encuentran la adopción ideológica acrítica de las tesis más endurecidas del individualismo económico y la ridiculización en contra de idearios que pugnen por tesis solidarias o de responsabilidad colectiva o de comunidad. Nuestras élites económicas, siempre tan propensas al autoengaño de la «cultura del esfuerzo», han preconizado con fuerza que todo intento de promover un «piso parejo» económico en la sociedad (tal como lo exigía el liberalismo político clásico) es «peligroso populismo» o «paternalismo» o «clientelismo», y olvidan así que las sociedades fuertes y desarrolladas lo son precisamente porque atienden que ciertas desigualdades económicas —relativas a educación y salud, por ejemplo— deben ser atendidas en aras de una mejor posibilidad de existencia de igualdad política.
Es en esas élites mexicanas donde ha recaído la principal falta de empatía y falta de solidaridad que caracterizaron al régimen de la post-post-revolución. El amasijo complejo que hoy se conoce como «clase media» (cuya ambigüedad es tal que a veces parece más un estado mental que una posición económica) es variado y no se reduce a una sola manera de pensar.
Es indudable que dentro de esa llamada «clase media» existe un sector conservador, alienado y desclasado que, psicológicamente, se mira a sí mismo como parte de una élite, sin serlo en los hechos. Esa confusión, desde luego, hace que exista en ese grupo social un sentido excluyente y elitista contra sectores menos afortunados económicamente, aunque en la realidad estén más cerca de ellos que de los «de arriba». Ese sentido excluyente no es cosa menor y puede ser insumo de movimientos peligrosos. No en balde, Wilhelm Reich y otros caracterizaron al fascismo precisamente como «una revolución conservadora de las clases medias», a quienes las movía la «personalidad autoritaria»; es decir: la idea de que la mejor conducta social, o al menos la más «efectiva», consiste en ser prepotente con el de abajo pero servil con el de arriba.
En ese maremágnum se inscribe la idea del «aspiracionismo» que no tiene nada que ver con los legítimos deseos de movilidad social o proyectos de vida florecientes de las personas. Tiene que ver con la equivocación de ciertas franjas sociales de pensar que conforman una élite a la que en realidad no pertenecen y que, en los hechos, quienes sí son de esa élite pueden ser tan excluyente contra ellos como contra los que están más abajo.
Por eso, si bien hay mucho que criticarle a este sector social, es mejor enfocar baterías en la crítica a los verdaderos adversarios: las élites deshumanizadas y anti-solidarias en México, y no tanto a las clases medias aspiracionistas que, en el mejor de los casos, han sido sólo compañeros de ruta de aquéllas. Al final, esos aspiracionistas son propensos a padecer las penurias de los de abajo, y un gobierno de izquierdas hace bien en priorizar a esa gran franja social.
Porque al final, en política el principal adversario está en quien tiene más margen de maniobra, capacidad de movilización de recursos materiales y simbólicos e influencia. En ese sentido, López Obrador podría centrarse en que su gobierno neutralice a los que sí son ricos y arrogantes, en vez de distraerse con los que solamente son arrogantes a secas.