Una vez que se reconoce que en todo Estado hay gobernantes y gobernados, es solo cuestión de tiempo antes de que surja la duda fundacional: ¿por qué? ¿Qué razones hay para que manden los que mandan y obedezcan los que obedecen?
Rancière nos comparte una bella explicación obtenida de Platón (quien trató de explicarlo en el tercer libro de Las leyes): hay 7 títulos que legitiman el mando. Los cuatro primeros están directamente relacionados con el origen natural: mandan quienes nacieron antes o de mejor cuna. Esto explica la autoridad de padres sobre hijos; viejos sobre jóvenes; amos sobre esclavos, y de los bien nacidos sobre los insignificantes. Los siguientes dos se apartan del nacimiento, pero se mantienen dentro del régimen de «lo natural»: el poder de los más fuertes sobre los más débiles y el poder de sabios sobre ignorantes.
La lógica es sencilla cuando el binomio se mantiene intacto: puede entenderse (aunque no se comparta) que el fuerte se imponga al débil; los padres a los hijos, o la inteligencia a la ignorancia… Pero ¿qué pasa cuando mezclamos las variables? ¿Cómo justificar que el fuerte se imponga al rico; o el sabio al viejo; o los amos a los padres?
Platón, enemigo de la democracia, tuvo que abrir la lista a un séptimo título totalmente disonante: el «amor de los dioses» o, como dice Rancière, «la elección del dios azar, el sorteo, que es el procedimiento democrático por el cual un pueblo de iguales decide la distribución de lugares».
Y aquí surge el escándalo democrático; ese que espanta a todos los bienhabidos tanto de izquierdas como de derechas: todos los títulos naturales requieren, en última instancia, de un título que se refuta a sí mismo: el séptimo título es la ausencia de título. Inteligentes, nobles, viejos, amos, ricos fuertes y sabios ven rota la naturalidad de su mando al momento de buscar la fuente de obediencia de unos sobre otros cuando se evita pensar en los miserables y se analiza únicamente a los «iguales» o, cuando menos, a quienes también portan algún otro título de mando. Esto escandaliza no solo porque rompe expectativas egocéntricas, sino también porque revela cuán confuso es el sistema de los títulos: aquella distribución de estrecha equivalencia entre la naturaleza y la convención que sensatamente la seguía al final está, también, fundada en un artificio humano.
El centro de la legitimidad es un espacio vacío. Y cuando se reconoce, nacen juntas la política y el escándalo de quienes se asumían con el derecho natural a mandar.