¿Es el trabajo un derecho?

¿Es el trabajo un derecho?

El trabajo es un concepto que se nos presenta agridulce. Por un lado, lo defendemos al punto de buscar que todas las personas tengan uno. Por el otro, celebramos la victoria socialista de las ocho horas diarias (éxito muy diluido en esta hegemonía neoliberal), que limita el monto que se nos puede imponer. ¿Qué derecho es éste al que le celebramos las restricciones[1]?

Esto se debe a que, en el fondo, no es el trabajo lo que queremos, sino sus bienes periféricos. Nos referimos al trabajo enajenado (y sólo al enajenado) como “derecho” por una inteligente artimaña de desplazamiento estratégico: deshacerse de él era (¿es?) imposible, a pesar de que a nadie le gusta hacerlo, porque le hemos aparejado no sólo “beneficios varios” (entre ellos la congruencia con una ética protestante que ya habría que abandonar), sino el único bien imprescindible para la supervivencia en el capitalismo; el “agua” de nuestro sistema: el dinero. Además, nada de lo que necesitamos consumir se puede producir sin trabajo humano (por ahora). Entonces, clasificamos como un “derecho” a un mal para intentar garantizar nuestro acceso a estos bienes periféricos y a la producción de lo que todos y todas necesitamos consumir.

¿Cuántos de nosotros y nosotras seguiríamos poniendo a disposición ajena nuestra fuerza de trabajo si, por ejemplo, nuestro salario estuviera garantizado por el Estado o por una cooperativa que fuera nuestra? Creo, sin duda, que muchos y muchas seguiríamos chambeando, pero en lo que quisiéramos; no en lo que a alguien más, con poder económico, le interesa hacer para garantizar su bien habida acumulación de utilidad. Habría edificios, talleres, campos, teatros y calles llenos de gente en labor, pero no enajenada. Sólo los espacios del capitalista se toparían con el vacío.

¿Es, entonces, el trabajo un derecho? Me parece claro que el trabajo, en su faceta enajenada, no lo es; independientemente de que lleguemos a concordar con los fines de lo que se está haciendo, o incluso que lleguemos a cultivar empatía con los dueños del proyecto. Casi nadie puede escoger no trabajar ajeno en este sistema y seguir vivo, como sí podemos escoger, en alguna medida, no ejercer nuestra libertad de expresión. Los bienes periféricos del trabajo enajenado, y la producción que siempre es colectiva, son los verdaderos derechos.

Dejar en claro qué sí es un derecho y qué es un mal aceptado estratégicamente ayuda a potencializar lo primero y a combatir lo segundo. Sin embargo, sin un nuevo sujeto histórico, un nuevo conglomerado de organizaciones y personas que compartan un programa político y utilicen su fuerza organizada para construir en colectivo, superar la opresión del trabajo enajenado será imposible. De ahí la importancia de denunciar, una vez más, al despilfarro de fuerza social llamado “activismo”, que no es sino blanqueamiento de lo político; vacunación consciente e inconsciente de los regímenes más egoístas y opresores actualmente vigentes. “Antipolítica” es otro de sus nombres.

[1] Reflexión debida, en gran parte, a las buenas sesiones de café con Roberto Castillo.

Mercurio Cadena. Abogado administrativista especializado en administración de proyectos públicos.

@hache_g

Otros textos del autor:

-El fetiche del imperio de la ley

La pregunta de oro

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