Hace unas semanas, mientras me arreglaba el cabello en el lugar al que asisto a ejercitarme, escuché una plática entre dos usuarias, una de ellas es una amable señora de aproximadamente 83 años —a la que llamaremos Rosa— y la otra una jovencita de unos 17 años —que llamaremos Valeria—. No son familiares y al parecer era la primera vez que charlaban. La joven estaba sentada a mi lado haciendo unos escritos a mano y a su vez la señora sentada al otro lado de ella. La señora le sacó la plática acerca de sus estudios y el nivel en el que en ese momento estudiaba. La joven, con un poco de pena, le contestó que no estaba estudiando al momento, que se estaba tomando un semestre libre antes de iniciar la carrera universitaria para trabajar y decidir realmente lo que desea estudiar.
A Rosa no le agradó mucho la respuesta de Valeria y enseguida la cuestionó acerca de su edad y su idea de terminar una carrera universitaria más vieja que sus compañeros de escuela, casarse, tener hijos y una familia. Valeria no supo qué contestar y simplemente guardó silencio, pero yo con gusto le respondí a Rosa diciéndole que era de valientes romper con los patrones establecidos tanto por la edad, como por el sexo, la religión y demás. Felicité a la joven y le compartí que yo a su edad hice lo mismo y le pedí que me felicitara a sus padres por apoyar y respetar su decisión de detenerse a pensar un poco las cosas. Y que con ello sus padres le han dejado muy claro que las riendas de su vida las lleva ella y nadie más que ella.
La bella Valeria me sonrió y me dio las gracias, ante esto Rosa se apenó y aceptó que lo que yo decía era lo correcto y me comentó que, seguramente, para mí —una mujer de casi 50 años— fue mucho más difícil de plantear a mis padres el tomarme una pausa en mis estudios. A lo anterior le contesté que no, que a pesar de que mi padre nació en 1929 y mi madre en 1939, siempre respetaron las decisiones de sus hijos y tenían más que claro que no siempre la prisa por llenar de diplomas o de fotos la pared es sinónimo de éxito o de felicidad; que todo llega a su tiempo y que todos tenemos diferentes tiempos y diferentes historias de vida por escribir, somos únicos e inigualables.
Rosa se disculpó y comentó que sí ella pudiera regresar en el tiempo, definitivamente viviría su vida un poco más despacio y con pausas para disfrutar cada momento, pero que en su familia esas cosas no se contemplaban. Los padres de Rosa esperaban que ella, al terminar la secundaria, ya estuviera preparada para estudiar un poco más solo mientras se casaba. Que ella nunca iba a llegar a la universidad, que eso no estaba en sus roles de vida y por ende ella nunca se imaginó a ella misma como una ejecutiva o ingeniera o doctora: ella había nacido para ser madre y que eso les tocaba a casi todas en aquellos tiempos. Lo anterior lo dijo sin amargura ni tristeza, pues amó mucho a su marido, ama a sus hijos y nietos. Que ella fue madre muy joven, pero que ahora está segura que hubiera sido agradable esperado un par de años para disfrutar más su matrimonio.
Dejemos la prisa a un lado, regalémonos pausas, pausas llenas de dicha y paz. Esas pausas a las que mentalmente regresemos al estar en una situación poco agradable, esos oasis personales y sagrados en los que uno mismo es lo más importante que hay. Apapachémonos más y exijámonos menos, somos entes temporales en este bello mundo nuestro, hagamos de nuestro paso por aquí el mejor de los viajes, en la medida de lo posible.