Fórmula 1: Reflexiones de clas

Fórmula 1: Reflexiones de clase

A inicios de este año, la intención por parte de Claudia Sheinbaum de no renovar el contrato con la Fórmula 1 para la realización de Gran Premio de México generó un estruendoso debate. La nueva administración de la Ciudad consideró impensable seguir destinando, para un evento eminentemente privado, la ridícula cantidad de 400 millones de pesos anuales provenientes de un fondo público de turismo. Para los promotores, empresarios y algunos aficionados, la negativa representaba un daño a la imagen de México y un menoscabo al prestigio internacional del país, además de una oportunidad perdida de generar ingresos por la derrama económica del evento.

En medio de la discusión, un elemento hasta ese momento latente pero indecible salió tímidamente a relucir: el componente de clase. Así, de primeras, se hizo evidente que el patrocinio gubernamental de casi la mitad del costo total del evento formaba parte de los acuerdos entre las élites políticas y económicas para orientar el gasto público en beneficio de intereses particulares. La afirmación se sostiene por la constatada tradición política de los últimos gobiernos, e incluso por la forma en la que se estructuró el modelo neoliberal en México. La denuncia era consecuente con el discurso del cambio de régimen.

Poco menos explícito era el hecho de quienes asisten y disfrutan de la Fórmula 1 forman mayoritariamente parte de un segmento muy privilegiado de la sociedad que, ya sea por auténtica afición o autoafirmación del estatus (siendo éste el caso más habitual), puede permitirse pagar los estratosféricos precios de los boletos. A este asunto, la sonada intervención mediática de Estefanía Veloz en la que introdujo el término pigmentocracia provocó que al menos se visibilizase la situación de discriminación racial en México. En un país donde la profunda desigualdad social tiene una correlación innegable con el tono de la piel –tal y como lo han comprobado estudios de Oxfam y el propio INEGI–, el hecho de priorizar presupuestalmente la realización de eventos que reafirman dicha desigualdad es, por decir lo menos, una grave irresponsabilidad.

Faltó entonces hablar de un tercer aspecto que en estas líneas apenas podré esbozar. En sus inicios, el automóvil fue creado como un bien de lujo exclusivo de una minoría adinerada. Su posterior masificación –que no democratización– representó un triunfo de la ideología burguesa al mantener el mito del beneficio individual, el atractivo del lujo y la distinción, desplazando al transporte colectivo a un papel secundario en el diseño urbano, y por supuesto, manteniendo una determinada asignación de clase. Así, como afirmó André Golz, el automovilismo cotidiano también consolidó la creencia ilusoria de que los individuos pueden prevalecer a expensas de “los demás”, una otredad de la que ya no forma parte y un colectivo del que puede prescindir, a quienes puede superar como obstáculos con su velocidad y basado en un egoísmo agresivo y competitivo.

El automovilismo deportivo está estrechamente vinculado con el desarrollo de la industria automotriz, y hasta el día de hoy, los fabricantes compiten entre sí para mostrar una cierta supremacía en el mercado, utilizando el espectáculo como una forma de atraer potenciales compradores. Además, la imposibilidad de extender su práctica –como sucedería, por ejemplo, con el atletismo o el fútbol– no hizo más que fomentar entre los aficionados a las carreras el gusto por correr sus propios automóviles, y por lo tanto, fomentar el consumo. A esto hay que añadir las vicisitudes propias del deporte contemporáneo y su conversión en industria, reflejada, por decir algo, en la monstruosa presencia de marcas, patrocinadores y anunciantes, tapizando cada rincón del automóvil, casco y traje de los pilotos.

Pero no todo es oscuridad. Entre los aficionados que gustan de este deporte, los hay quienes lo hacen por la admiración al desarrollo tecnológico e ingenieril y por su necesidad de atestiguarlo en el terreno; los hay también quienes, al formar parte de la industria automotriz, aprovechan las competiciones como un espacio para el ocio que los vinculan con su actividad laboral; además, están aquellos que genuinamente disfrutan de la adrenalina desbordada en el pavimento por el peligro que conlleva conducir máquinas a más de 300 kilómetros por hora. Desgraciadamente, estas razones sirven también como construcciones sociales que legitiman la afección al consumo y, en ocasiones, la necesidad de reafirmar una determinada posición de clase.

A todo esto, si tu motivación principal por asistir o ver la carrera es genuinamente una de las enlistadas, entiendo que todos los elementos externos a la competición deportiva te parecerán secundarios, innecesarios, o hasta molestos. Ahora bien, si usas aquellos elementos como sustento de la moda y de tu deseo por hacer ver al mundo tu condición socioeconómica, entonces sólo queda desear que tu consumo satisfaga aquello que, como tu vida, no es más que una carrera a contrarreloj.

Renato González Carrillo. Politólogo de la UNAM y Sciences Po, madrileño, futbolero, puma y bielsista. 
@renato14gc
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