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Historia de un país que fue (II)

Nos salvamos juntos, nos hundimos separados. De la unión viene la fuerza de un país. De ahí que el logro más esencial de una nación sea precisamente el haber llegado a existir, y su desafío sea el de luchar —en permanencia— por seguir existiendo.

Al principio puede resultar difícil de comprender. Nuestras vidas son relativamente cortas: un mexicano naciendo el día de hoy vivirá en promedia 75 años, nuestro país existe desde hace 202, y la primera civilización humana fue hace 6000. Los países parecen cosas inmateriales e inmutables que han estado siempre ahí y siempre lo estarán. Pero, en realidad, como todo, son producto de un proceso. De aquí proviene la pregunta ¿cómo surgen las naciones? ¿Qué tienen en común todas las personas que viven dentro de esas áreas de formas irregulares—o a veces sospechosamente simétricas— delimitadas por líneas en un mapa?

Lo mexicano, tanto como lo francés, lo ruso o lo chino no nace, sino que se hace. Y es este proceso de construcción de la nación lo que nos interesa entender. Puesto de la manera más sencilla que puedo concebir, podemos decir que la nación echa raíces en que lo que compartimos. En lo que me parezco yo al vecino, al que vive en Ciudad Juárez, al que vive Chetumal. La proximidad geográfica y le interacción constante entre grupos de personas favorece la similitud. Hablamos y nos entendemos, nuestra voz tiene un acento similar nuestra piel y cabello colores parecidos, mi nariz y la tuya tienen los mismos ángulos.

Pero, si la proximidad nos acerca, la distancia tiene efectos exactamente opuestos, y conforme crece nos va haciendo diferentes. El norte tiene ese acento «golpeado» muy distinto a la cadencia «cantadita» del arquetipo capitalino. En un lado se baila más salsa y en el otro principalmente banda; incluso la tortilla —ese símbolo superior de la mexicanidad— cambia de variedad de maíz, o incluso a trigo según la latitud del territorio en la que nos encontremos.

Imaginemos que las distancias son grandes, que la apariencia física es notablemente diferente, que las religiones y las lenguas son muchas. Hay naciones que se construyen sobre la idea de una etnia —pertenecemos a una misma raza y nuestra raza es la más grandiosa— se dicen. Esta es tal vez la forma más terrible de construir un país, tanto por razones prácticas—cuando el grupo pequeño es más vulnerable— como por razones morales —cuando a esa grandiosidad auto percibida se arroga el derecho de vejar, menospreciar y acabar con «los otros»—. No hace falta más que echar un vistazo a in sección de asuntos internacionales de las noticias para hallar ejemplos.

La estrategia más humana para construir a la nación es la de buscarnos una historia, un presente, y un pasado compartidos. Una nación en la que el color de la piel, la religión, la etnia, o la riqueza no nos definen como personas es una nación que tiene más probabilidades de prosperar. Sin enemigos internos y sin rivalidades regionales, sin clases, fijándose un rumbo común, compensando con justicia por las ventajas y las desventajas de cada uno.

De ahí que el martillo en la caja de herramientas del intervencionismo sea el sembrar el caos y la discordia al interior de una nación; tomar diferencias y acentuarlas al punto de que los adversarios sean los que antes eran nuestros hermanos.

5 etnias, 20 idiomas y 3 religiones coexistían: pero lo que importaba era que se pensaban todos juntos. Romper la idea de unión de una nación es romperle el alma.

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