México se encuentra en una coyuntura crítica dentro de un panorama global cada vez más complejo. La influencia que ejercían antes potencias tradicionales, como Estados Unidos, se ve retada por la emergencia de nuevos actores y por las tensiones internas que enfrentan las grandes economías. Mientras Washington busca recuperar su posición hegemónica; otras naciones, particularmente China, han expandido su presencia en regiones estratégicas como África, con lo que han captado recursos naturales y forjado alianzas que podrían redefinir el equilibrio internacional.
En este contexto, nuestro país debe reforzar su integración económica y su soberanía política para proteger el bienestar de su población. Desde hace décadas, la aplicación de políticas neoliberales trajo beneficios muy desiguales, favoreciendo a grandes corporaciones y a ciertos grupos de poder mientras marginaba a comunidades enteras en zonas rurales. A pesar de que la inversión extranjera creció, la riqueza no siempre se redistribuyó de manera equitativa y se dejaron de lado programas sociales que protegían a quienes más lo necesitaban. Con el paso del tiempo, este modelo contribuyó al éxodo de miles de mexicanos que emigraron en busca de mejores oportunidades laborales, sobre todo hacia Estados Unidos.
La relación entre México y Estados Unidos es particular porque, más allá de las fronteras, compartimos historia, vínculos culturales y lazos familiares. Nuestra migración no es idéntica a la que llega a Europa desde diversas partes del mundo; aquí, comunidades enteras han vivido durante generaciones en territorios que solían ser parte de México. Por lo tanto, la integración social y económica ha avanzado con cierta fluidez, aunque persisten desigualdades notables. En años recientes, el discurso proteccionista de ciertas administraciones estadounidenses, junto con la imposición de aranceles o la amenaza de renegociar acuerdos comerciales, ha dejado claro que la estabilidad de esta relación no está garantizada.
Frente a estos desafíos, México ha dado pasos importantes para construir un futuro más justo. El aumento significativo del salario mínimo, por ejemplo, mejoró de forma directa la calidad de vida de millones de personas, demostrando que el Estado puede —y debe— intervenir para reducir las brechas sociales. Aunque algunos sostienen que los avances han sido insuficientes, es claro que la percepción económica de la ciudadanía ha cambiado: cuando la gente siente que sus ingresos rinden más, se fortalece la confianza en las instituciones y en la política pública.
El nuevo gobierno, bajo el liderazgo de la Presidenta Sheinbaum, se ha propuesto replantear la postura del país ante el mundo y priorizar la justicia social y la inclusión. Más que enfocarnos sólo en déficits o superávits comerciales, debemos entender a América del Norte como una región altamente interdependiente en la que compartimos problemas y metas comunes. Las comunidades afectadas por malas negociaciones de décadas pasadas —tanto en México como en Estados Unidos— merecen soluciones que reconozcan nuestra realidad transfronteriza y valoren el potencial que ofrece la colaboración.
La clave para el porvenir de México reside en una estrategia que conjugue integración económica con un profundo sentido de justicia social. Al enfrentar unidos los desafíos —desde la migración hasta la búsqueda de oportunidades productivas— podremos sentar las bases de un desarrollo sostenible y equitativo para toda la región. Hoy, más que nunca, necesitamos unir esfuerzos en torno a la visión de la Presidenta Sheinbaum, recordando que ella gobierna para todas y todos los mexicanos. Sólo trabajando juntos, con compromiso y solidaridad, podremos superar esta etapa llena de retos y transformar cada obstáculo en una oportunidad para impulsar el crecimiento y el bienestar de nuestro país.