El corazón de la montaña

El corazón de la montaña

Lo primero que llama la atención al llegar a Tlapa de Comonfort son esos moños negros que cuelgan de las puertas de las casas, de los comercios y de las ventanas, algunos más gastados que otros, pero todos con el mismo significado: muertos. Esos muertos que los familiares de las causas más dolorosas nos han enseñado a llamarlos “nuestros”.

Muy cerca de la plaza central de esta ciudad llena de comercios y de gente caminando por las angostas banquetas, en el corazón de Tlalpa, que es el corazón de la montaña de Guerrero, se encuentra un modesto edificio pintado de azul y blanco, su interior es el lugar donde se gestan las estrategias y las reuniones que dan vida al Centro de Derechos Humanos de la Montaña de Guerrero “Tlachinollan”.

Como recompensa por la puntualidad para acudir al llamado de la convocatoria que con motivo de su XXV aniversario Tlachinollan organizó, fuimos al lugar donde se recibió a los primeros invitados, nos encontramos con una primera comitiva integrada por varios compañeros y colegas que habían acudido al llamado de un hombre que nos ofrecía tacos, sopes y sillas para descansar del largo viaje. Al conversar y beber un rato, un grupo que venía de la oficina de Tlachi en Ayutla de los Libres se retiró para ir a su hotel a descansar. No pasaron ni diez minutos cuando los recién retirados regresaron porque “no podían irse a dormir sin cenar”, a lo lejos venía un señor a toda prisa con rostro amable y sonrisa en cara y una charola llena de sopes.

—Él —me dijeron—, el señor que nos abre las puertas de su casa a la menor provocación, es Abel Barrera —a la vez es el fundador y líder de esta organización.

Las mesas que se llevaron al día siguiente —el viernes— fueron pedagógicamente muy bien planeadas, los tlachis (como se les llama de cariño a los integrantes de Tlachinollan) nos invitaron a hacer un recorrido histórico rodeado por imágenes de rostros de los desaparecidos y asesinados que nos faltan a todos, por una realidad guerrerense desgarradora, dándoles voz a personas que, sin elegirlo, se convirtieron en movimientos, colectivos, viudas, hijos y nietas de desaparecidos, desplazados, con diferentes causas y de diferentes épocas, pero todos con un mismo motor de lucha en común: “el dolor que permanece y no se olvida y que, a pesar de lo que dicen, con el tiempo se hace más grande, sólo se aprende a medio sobrevivir con él”, con esa convicción de que “a pesar de que uno camina sin alma, de que está uno muerto en vida, tienen que ser fuertes, porque el que no está, nos necesita”.

Conforme el evento avanzaba, el número de asistentes aumentaba, campesinos, comisariados ejidales, integrantes de las policías comunitarias, familiares de personas desaparecidas, organizaciones y compañeros de todas las regiones se congregaban para asistir al evento más importante del año en materia de derechos humanos en nuestro país. No importaba cuántos llegaban, ni de dónde venían, de quiénes se trataba, qué puesto ocupaban o qué cargo tenían, en el salón lateral del centro católico se les daba un cálido recibimiento con desayuno, comida o cena. Para todos había comida. Al llegar a la celebración eucarística del sábado en la mañana ya éramos entre 800 y mil asistentes.

Por falta de espacio no puedo narrar con detalle —como me gustaría— el sinfín de sensaciones y momentos por los que pasamos, pero lo que sí les puedo asegurar es que lo que se vivió este fin de semana en el corazón de la montaña de Guerrero fue un verdadero espacio de contención y de seguridad para que las personas que han vivido las tragedias más terribles pudieran abrir el grito de su corazón, un corazón que pide paz, que pide justicia, que pide tranquilidad, un corazón que, como dijo un padre de los 43, “busca personas de palabra”, pero también, dentro de tanto dolor, hubo un tiempo para dar paso a la celebración de la vida, que con todas las tradiciones guerrerenses cimbró en el corazón de todos los que estuvimos ahí la fuerte convicción y esencia del sentido de la lucha: un verdadero arraigo a la vida.

No puedo dejar de señalar que por primera vez en la historia de las celebraciones de Tlachinollan se invitó a participar a un servidor público, en su papel de subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación. Alejandro Encinas llegó temprano a su cita y antes de su intervención recibió a decenas de personas que lo esperaban para ser escuchados; ahí rodeado de los padres y los rostros de sus hijos aseguró que su compromiso era con la verdad y con la justicia y que, pese a resistencias pasadas todavía ancladas en el presente, estaban seguros que la única verdad es que la mal llamada “verdad histórica” era una falacia. Y se comprometió con su presencia y con su trabajo de estos meses a continuar con la búsqueda en vida de los muchachos.

Palabras de vida, caminos de esperanza eres, montaña roja, que, como tu nombre lo indica, aunque estás llena de dolores, algunos recientes y otros más viejos, no has cesado nunca tu lucha, desde hace 25 años abanderada y acobijada por este maravilloso corazón que late fuerte en el centro llamado Tlachinollan, y por este gran luchador social que lo encabeza: Abel Barrera.

Julia Álvarez Icaza Ramírez. Abogada de la UNAM con formación
en derechos humanos. 
Desde distintos espacios ha trabajado
temas de derechos económicos, sociales y culturales. Actualmente
investiga sobre justicia transicional, reparación
integral del daño y justicia restaurativa.

@Jualicra

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