Mientras que en las redes sociales pulula la propaganda política, las calles se atiborran de pancartas y displays publicitarios. Son tiempos de campaña. La efervescencia de la búsqueda sempiterna del poder vive uno de sus momentos más caldeados y es imposible escapar del barullo que causan sus protagonistas. El perifoneo, spots publicitarios, hashtags y demás parafernalia propia de la mercadotecnia política inundan nuestra cotidianidad animándonos a consagrar nuestra confianza hacia alguna de las alternativas en disputa.
Hay, sin embargo, un componente relativamente nuevo en la escena promocional electoral. Seguramente inspirados por el potente influjo de la cultura influencer, somos testigos de la forma en la que muchos candidatos y candidatas nos acercan e involucran en su vida personal, a sus rituales de jogging y calistenia, a sus pausas obligadas en su fonda favorita, sus desplantes románticos, su saludable rutina matutina, sus talentos triviales para la guitarra o el origami. Lo hacen convencidos de que esa intimidad artificial es más efectiva para cautivar a sus potenciales electorales que lo que lograrían comunicando sus convicciones ideológicas, su plataforma política o su proyecto de municipio, de entidad o de país.
No ayudó, desde luego, que en septiembre del año pasado el Instituto Nacional Electoral tomara la inexplicable decisión de prohibir a quienes aspiraran a un cargo de elección popular federal hablar sobre propuestas concretas de política o legislación antes que arrancaran formalmente las campañas, menoscabando el ejercicio de la ciudadanía de millones de mexicanos para quienes el acceso a este tipo de información es condición fundamental para elegir concienzudamente quienes serán sus representantes. De esta forma, durante los tres meses que duró este proceso, decenas de aspirantes debieron perfilar sus intenciones sin profundizar en sus propuestas.
Así, entre las reglas de promoción determinadas por el árbitro electoral y la tentación de replicar el ascenso en la popularidad de los influencers, muchas campañas tomaron forma de grandes relatos biográficos, de entrañables anecdotarios personales, de cálidos acercamientos a la intimidad de los protagonistas de la arena pública, empeñados en presentar a sus prosélitos un ejemplar (¿artificial?) estilo de vida. Y así siguen muchas de ellas. Vacías de una conversación seria sobre los problemas que enfrentan sus territorios y comunidades, las campañas se estancan en el retrato de su candidato.
¿Es necesario que el ciudadano esté al tanto de la rutina de ejercicios que habitúa un candidato para confirmar si será capaz de presentar iniciativas que amplíen el ejercicio de sus derechos? ¿Es necesario que conozca cada gesto romántico que dedica a su pareja para reconocer su capacidad para combatir la corrupción? ¿Es imprescindible saber los pormenores de su dieta o su playlist predilecta para confiar en que gobernará o legislará privilegiando siempre el bienestar de quienes menos tienen? Estas son preguntas que hoy recogen algunos de los horizontes más sensibles de nuestra democracia.
Hay además un problema con la proliferación de campañas de este estilo que me gustaría subrayar. Me refiero a su capacidad para modificar el modo en el que nos aproximamos a la política. Y es que, al vaciar, o cuando menos diluir, de la contienda electoral el debate de ideas y proyectos, ésta parece agotarse entre la pugna entre individuos; es decir, en la competencia de personajes que ofertan a la ciudadanía destrezas e intenciones personales, ya no la representación de fuerzas sociales o procesos históricos de transformación. Entonces la política corre el riesgo de convertirse sólo en un concurso de popularidad.
Por todo lo anterior, me parece sensato que, cuando menos, desconfiemos de aquellos candidatos y candidatas obcecados en hacer de sus campañas un recuento cotidiano de su propio pundonor y simpatía. De quienes se interesan más en relatar el melodrama de su trayectoria de vida, que en poner luz sobre las angustias, arrojos y esperanzas del pueblo al que aspiran representar. De aquellos y aquellas que afirman sin empacho y distingo de color: “la campaña soy yo”.