Pluma Patriótica

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La chamarra

Era 1994. ¿o 1995?

Llegué a casa antes de mi horario habitual.

Estabas en el comedor, llorando.

No sabía qué hacer.

Me sentía como un oso torpe.

—¿Qué pasa, ma? —te pregunté.

—Soñé con tu hermano —me respondiste. Corría el año de 1994, ¿o era 1995?

El 1 de enero de 1994, el país despertó con la noticia del alzamiento zapatista en Chiapas. Ese mismo 1º de enero, entraba en vigor el Tratado de Libre de Comercio de América del Norte, entre México, Estados Unidos y Canadá. Nos habían vendido la ilusión de que ingresaríamos al “primer mundo”.

Años después, el subcomandante insurgente “Marcos” expresaría en una entrevista que el gobierno de Carlos Salinas nunca perdonó la afrenta: “Cómo va a venir un indio, que ni español habla, a decirme que el mayor programa de mi gobierno (el TLC) no lo tomó en cuenta”, expresó el “Sub”.

Fueron días maravillosos de organización popular. En todo el país, la sociedad civil organizó foros, conversatorios, conciertos y colectas para enviar apoyo a Chiapas. Trovadores y grupos de rock se presentaban en eventos gratuitos, donde el acceso estaba condicionado a llevar un kilo de arroz, de frijol, o latas de atún. También se recibía ropa y cobijas.

En las escuelas, todos trataban de encontrar explicaciones a lo que sucedía. Lo esencial era tratar de definir ¿Quiénes eran los “alzados”? ¿Qué querían? ¿Qué bandera enarbolaban? Fue también la época en que Pedro Aspe —secretario de Hacienda durante el salinato— expresó que la pobreza era “un mito genial”, en un momento en el que el país tenía 24 millones de pobres y al mismo tiempo a 24 oligarcas en la lista de Forbes.

Fue en ese 1994 —¿o era 1995? —que mi hermano tuvo que migrar a los Estados Unidos. La comunicación entonces era rudimentaria. El internet empezaba a integrarse a nuestras vidas, lo mismo los teléfonos móviles. El teléfono fijo y las cartas escritas en papel eran lo usual.

Como la mayoría de migrantes, mi hermano estuvo de un lugar a otro. No había a dónde llamarle o a donde hacerle llegar una carta. Teníamos que esperar a que él se comunicara.

—Soñé con tu hermano— me dijiste.

Tomé asiento a tu lado y te pregunté por el sueño. Me contaste grosso modo tus preocupaciones: “Soñé que tenía frío…” (era abril), “¿Estará pasando hambre?”, “¿Lo tratarán bien en su trabajo?” y luego nuevamente un llanto quedo, silente y al mismo tiempo profundo y doloroso. Yo me sigo sintiendo como un oso torpe. Hago lo único que puedo hacer: te abrazo y lloro contigo.

—No te preocupes, ma —te digo.

—No me digas que no me preocupe —me respondes.

Unos días después, mi hermano llama por teléfono a la casa. Mi mamá lo acribilla con mil preguntas: “¿Has pasado frío? ¿Estás comiendo bien? ¿Te tratan bien en tu trabajo?”. Mi hermano, que no conoce las preocupaciones de mi mamá, responde entre bromas y risas. Mamá se pone seria y lo reconviene. Mi hermano entiende entre líneas que algo sucedió y responde con más sensibilidad.

Días después, vía correo postal nos llega una carta con fotografías de mi hermano, luciendo sendas chamarras, con uniforme de trabajo respondiendo un teléfono, caminando en una calle limpia y espaciosa. En todas las fotos sonríe con su característica desfachatez. A partir de entonces, y durante todo el tiempo que estuvo en los “yunaites”, se hizo el propósito de llamar a casa al menos cada 15 días.

Eso fue en 1994, ¿o era 1995?

II

Ayotzinapa.

Fue en 2014, en una mañana noviembre —¿o era diciembre? —. El frío calaba hasta los huesos. En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM nos avisaron que en la Explanada “Alta”, en un par de horas, iban a estar padres de los estudiantes normalistas desaparecidos hacía apenas unas pocas semanas.

El 26 de septiembre de 2014 —en lo que hoy sabemos, fue un crimen de Estado —estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, fueron desaparecidos por integrantes de un cártel de drogas. El operativo, que derivó en la desaparición de los muchachos, contó con la cooperación —por acción y por omisión— de elementos de la policía local, federal, ejército y del gobierno en todos sus órdenes. Desde el alcalde de Iguala, hasta el gobernador del estado e incluso el presidente Enrique Peña Nieto estuvieron enterados en tiempo real de lo que estaba sucediendo.

En la ciudad de Iguala, a unos metros del C5, en un camino de terracería, apareció el cuerpo sin vida de Julio César Mondragón, estudiante de Ayotzi. A Mondragón lo enuclearon y le arrancaron la piel del rostro mientras aún seguía con vida. Le robaron su teléfono celular, desde el cual —conforme a la evidencia— se hicieron llamadas desde el interior del Campo Militar Número 1. ¿Quién lo asesinó? ¿El narco o el ejército?

Aquella mañana de noviembre —¿o era diciembre? —del 2014 pude escuchar de viva voz el testimonio de los padres de los muchachos. No recuerdo haber sentido tanta indignación antes (incluso después). En esos primeros meses, la estrategia del gobierno de Peña Nieto era el silencio y el vacío.

Seguramente esperaban que no se articulara un movimiento en torno a esa injusticia.

El silencio y la imprecisión siempre han sido parte de las armas utilizadas por el gobierno para infundir miedo y evadir responsabilidades. ¿Qué si no es la llamada “guerra sucia”? Los muertos y los desaparecidos siempre han sido una cantidad indeterminada de personas o nombres.

Por eso los 43 son tan importantes: Son un número específico y determinado de nombres y apellidos, con un rostro visible.

Terminado el mensaje de los padres, me acerqué a uno de ellos a hacerle algunas sugerencias para que articulara su discurso en futuras ocasiones. “Yo soy campesino” me dijo, “nunca había tenido que hablar en público. Menos en una universidad, ante gente tan leída…”. Las grandes marchas que mes con mes se llevan a cabo desde entonces, empezaban a organizarse. El histórico grito de reclamo de Doña Rosario Ibarra y de las Madres de la Plaza de Mayo: “Vivos se los llevaron, Vivos los queremos”, resuena desde entonces cada día 26 en las calles de nuestra ciudad.

“Me fui involucrando en más asuntos…” (Silvio dixit) incluidas algunas visitas a la Normal Rural de Ayotzi. En una vuelta de esas, me propusieron dar un par de clases.

—¿Y de qué les voy a hablar? —pregunté.

—Pues de Derecho, o de Historia… —me dijeron.

—¿Y qué les voy a decir? ¿Qué tienen derecho a un ‘debido proceso’? ¿Qué si alguna autoridad los priva de su libertad tiene la obligación de ponerlos de inmediato a disposición del ministerio público? Discúlpenme muchachos, pero me sentiría como idiota hablándoles a ustedes de algo así. Yo no vengo acá a dar clase, al contrario, vengo a aprender de ustedes.

Asistí a pláticas de expertos en derechos humanos. A quienes apoyábamos a los padres —más allá de las marchas —nos hicieron una serie de sugerencias para tratar con ellos, a saber: procuren no dejarlos gastar, llévenlos a lugares que les permita pensar en otra cosa, no impongan, acompañen a los padres a las actividades que ellos quieran hacer, siempre que sea posible, ayúdenlos a cargar sus mochilas y más.

III

25 años después.

En 2018 —¿o era 2019? —, pasada la marcha mensual por los desaparecidos, acompañé a Clemente Rodríguez, padre de Christian Alfonso Rodríguez Telumbre (uno de los 3 normalistas identificado a partir de los restos encontrados), a dar una vuelta en el Centro Histórico. Me ofrecí a ayudarle con su mochila, gesto que agradeció gustoso.

Aquel día, Clemente se detenía a fotografiarse con cada botarga que encontraba sobre la calle de Madero. Clemente sonreía y yo sonreía con él. En determinado momento, Clemente me solicita su mochila para sacar algo de una de las bolsas laterales y yo, presto, me la quité para entregársela.

Me percaté de que su mochila no pesa, pero que es muy voluminosa.

—¿Qué tanto traes, Clemente? —le pregunto.

—Una chamarra —me responde.

—Una chamarra, ¿para qué? — le pregunto, porque estamos a 30 grados (es abril).

—Es para cuando me entreguen a mi Christian —me responde con la voz entrecortada—. Soñé que mi hijo tenía frío… y siempre me pregunto si ya le habrán dado de comer… si es que lo están tratando bien —remata.

Su respuesta me estruja el corazón.

IV

Reporte del Ejecutivo.

El pasado 20 de julio del presente, los padres de los estudiantes de Ayotzinapa fueron recibidos una vez más por el Presidente López Obrador, quien les hizo de su conocimiento el último reporte del caso. En ese documento, el titular del Ejecutivo sostiene que hasta el momento no se ha encontrado “absolutamente nada” sobre la participación directa de los integrantes del Ejército en el crimen de Iguala.

En septiembre próximo se cumplirá un aniversario más de la desaparición de los muchachos. A diez años de su ausencia, hay más preguntas que respuestas. La falta de certeza y de justicia es como un cáncer que hace metástasis.

¿Tan dura es la verdad —y la población tan inmadura— que seguiremos sin ser capaces de conocerla y procesarla? ¿Una verdad que sacudiría al país hasta sus cimientos?

México tiene una deuda enorme en materia de derechos humanos. No es posible permanecer impávido ante esta realidad. Ignorar el hecho es sólo acrecentarlo.

Entiendo perfectamente que esta crisis no fue causada por la actual administración, sin embargo, espero que la Presidenta entrante pueda ser más empática a esta problemática y pueda brindar soluciones a este tema tan complejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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