Desde que el concepto de “populismo” se hizo de uso común en América Latina —se lo atribuyo al bloque de gobiernos populares al sur del continente que gobernaron desde inicios de los 2000 hasta 2015, aproximadamente—, se ha explicado, por los liberales principalmente, como un peligro para la democracia y se le ha utilizado como un adjetivo negativo. Tal labor por enraizar la idea de que populismo es equivalente al abismo no ha sido de a gratis, es más bien parte de su estrategia por crear un marco narrativo desde el cual consideran que pueden contrarrestar la expansión de gobiernos de carácter popular, capaces de hacerles frente en la arena electoral y en la construcción de hegemonía.
Si bien no todos los liberales han optado por tomar la vía anterior para interpretar el populismo, sí lo han hecho un buen número de ellos, quienes adscriben lo que Julio Aibar denomina muy atinadamente como “democracia liberal procedimental”, la cual, a grandes rasgos, es la concepción de la democracia desde una perspectiva de procedimientos estrictos, que de no abordarse como ellos plantean, entonces se está atentando contra ella.
Tal categoría de liberales —sobre todo los políticos que llevan a la acción dichos planteamientos academicistas—, han creado toda una gama de frases para denostar a los líderes que desafían los procedimientos desarrollados por ellos, entre las cuales está decir cosas como: los líderes populistas manipulan a los pobres; atentan contra la democracia; ofrecen respuestas simples a problemas complejos; están llenos de resentimiento; no saben gobernar, todo son puras ocurrencias; se sienten mesías, entre otros. Eso en cuanto a los dirigentes, puesto que a las mayorías que se sienten interpeladas por el discurso y el ejemplo de estos líderes, no las suelen bajar de locos, irracionales, ciegos, borregos, fanáticos, que simplemente buscan obtener un “hueso”, y más descalificaciones.
El punto es que incluso desde antes que uno argumente, estos personajes ya te han retirado toda agencia como interlocutor legítimo, porque para qué discutir con un fanático cegado que no sabe qué es lo correcto. Al menos eso dirían ellos, así como las y los ciudadanos que terminaron por suscribir sus dichos. Terminan por afirmar que quienes defienden gobiernos populares no están dispuestos a escuchar cuando ellos han cercado el debate prácticamente desde el primer segundo. Es esa una de las muchas contradicciones en las que terminan cayendo, pero que a toda costa buscan negar.
Quienes mantienen una férrea oposición como la descrita contra el populismo y quienes los apoyan, han aspirado a despolitizar el gobierno y debilitar al Estado. Dicen ser defensores de la democracia, pero al final aspiran a tener un modelo democrático tan acotado y controlado que terminan por representar a una minoría. Ellos, que tanto hablan y tanto temen que se sucite una “dictadura de la mayoría” —lo cual ha ocurrido muy contadas veces a lo largo de la historia—, terminan por constituir un gobierno oligarquico.
Mientras ellos apuestan por la desmovilización y la despolitización, quienes apoyamos gobiernos de talante popular lo hacemos por lo opuesto: tener un gobierno capaz de constituir, encausar y dar solución a una gran variedad de diversas demandas —hecho que irremediablemente obliga a tener que asumir y lidiar con un cúmulo de contradicciones—, principalmente las de los más desprotegidos, manteniendo una perpetua cercanía con el Pueblo y sin temer a las constantes movilizaciones, sino todo lo contrario, a alentarlas. Apostamos por una radicalización de la democracia.
Nota final aclaratoria: al hablar de populismo a lo largo de este texto, nos hemos referido a aquel ubicado a la izquierda —a personajes como Evo Morales, Néstor Kirchner, Rafael Correa, etc.—, no quienes por medio de un discurso que apela a lo popular, terminaron por implementar políticas neoliberales.