En una de las manidas tergiversaciones que en la historia reciente se han hecho sobre López Obrador, se le acusó de haber “mandado al diablo las instituciones” en 2006 tras el fraude electoral de ese año.
Obviemos por un momento que el tabasqueño nunca hizo eso. De hecho, su conducta política siempre se ha enmarcado en los canales institucionales y en la manifestación pacífica, cuestión que —guste o no— está consagrada en la Constitución y, por ende, es una institución. Algunos de sus adversarios históricos, en cambio, sí han pisoteado leyes y ejercido prácticas turbias con el fin de lograr objetivos no democráticos. Eso sí es mandar realmente al diablo las instituciones.
Pero hoy, ante el escenario posterior a la consulta ciudadana del 1 de agosto sobre el juicio a expresidentes, presenciamos una contraparte: la fetichización del INE.
Como una institución inmersa en un marco complejo como el mexicano, vale dividir al INE en dos: su cúpula dirigente y su base mayoritaria. La segunda está conformada por cientos de trabajadoras y trabajadores honestos y distritales que, más allá de lógicas partidistas, hacen un esfuerzo loable para que la parte operativa de nuestra democracia más o menos tenga sustento funcional.
La élite, en cambio, es una cúpula sujeta a cuotas e intrigas partidistas, donde a veces el capricho de uno de sus altos burócratas puede opacar el trabajo desinteresado de muchos funcionarios honrados de abajo.
Nadie pide que el INE sea un dechado de virtudes neutrales y políticamente aséptico. Nadie puede serlo. Pero sí se debe exigir que en los dirigentes exista un mínimo decoro y equilibrio para administrar con justicia su labor electoral. No es ese el caso de Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, quienes han puesto sus convicciones personales —algunas veces repelentes y mal informadas, como sus opiniones sobreideologizadas sobre el “populismo”— por encima de su obligación institucional.
El fin de semana pasado, México debutó en un hecho histórico: su primera consulta pública de carácter netamente institucional. Lo que debió ser una bandera de democracia directa enarbolada por el propio INE, se tornó en lo contrario.
Un ejercicio directo que debió llevarse a cabo en el mismo día que las elecciones intermedias de junio —como ocurre en países como Estados Unidos— fue mandado a un mes aparte, con una instalación de casillas menor, sin posibilidad de participación para mexicanos en el extranjero ni para mexicanos en tránsito, con una pésima comunicación sobre la jornada electoral y con sospechosos cambios en las instalaciones operativas de las casillas.
La consulta no fue lo que se esperaba. Parte de ello podemos achacarlo, si se desea, a la parte interesada en ella: el presidente de la República y el movimiento que ha encabezado. Pero la obligación institucional del INE cúpula no sólo quedó a deber, sino que da la impresión de haber sido negligente.
No es la primera vez. Las iniquidades del INE y sus actuales dirigentes visibles han oscilado entre la inoperancia cómplice (como el dejar pasar las corruptelas de 2012) y la militancia ilegítima en su calidad de árbitro.
Ante ello, resultan repulsivas las voces acríticas que nada raro ven en eso y celebran con obcecación absurda todo lo que hace el INE, pasando por alto sus constantes dislates y sus grandísimas —y costosas— fallas.
Esa devoción irrestricta por las instituciones no es propia de demócratas liberales sino de feligreses fundamentalistas, que confunden al marco legal con sus pésimos administradores.
Independientemente del resultado electoral y de la participación de este domingo, el INE de arriba debería considerar un fracaso su labor como promotor del debut mexicano en lides de la democracia directa.
Y la feligresía irracional que funge de acólitos de Córdova y Murayama tendría que darse cuenta de algo: fetichizar las instituciones hace más daño que mandarlas al diablo. Porque mientras lo segundo puede ser un sacudimiento constructivo, lo primero es un inmovilismo que no beneficia a nadie.