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La OEA y los “defensores de la libertad”

¿Por qué acudir a la Organización de Estados Americanos para denunciar una supuesta injerencia del Presidente en un proceso electoral en marcha? ¿A qué valores e ideología responde esta instancia multilateral? ¿Cuáles son los objetivos reales de sus delegaciones de observadores electorales?

La “defensa” de la democracia, los derechos humanos, la seguridad y el desarrollo son el último parapeto ideológico que la derecha latinoamericana ha elegido como justificación para intentar conservar sus privilegios como oligarquía; es decir: mantenerse abiertamente como ‘castas’ económicas dentro sus sociedades nacionales. A estas élites regionales, que se les gusta asumirse como “blancas”, les aterra que los negros o los indios —es decir, cualquier moreno— les disputen el poder que históricamente han detentando y sean así desplazados del lugar de dispensa que se asignan a sí mismos en la cima de la pirámide social, acaparando los mismos beneficios estatales —que, en su relato neoliberal, dicen querer eliminar—. Para conservar y reproducir este orden neocolonial en pleno siglo XXI, la oligarquía latinoamericana ha encontrado en las élites norteamericanas y en sus gobiernos de corte imperialistas, un excelente aliado que hace resonar su pensamiento aldeano en todo el continente. 

Como foro principalísimo de este discurso decimonónico, cuentan con la Organización de Estados Americanos (OEA) que, a manera de ‘Colonial Office’ británica — ministerio de la monarquía establecido durante el siglo XVIII para controlar los asuntos de sus enclaves coloniales en todo el orbe— se encarga de alinear a los gobiernos del continente americano a los designios de la política y los intereses estadounidenses. Esta orientación no es casualidad, puesto que el antecedente directo de OEA fue la llamada Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas, que luego pasaría a nombrarse como Unión Panamericana —ambas instancias promovidas y patrocinadas, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX por el propio gobierno de Estados Unidos—. El énfasis de integrar a las «Américas» en una instancia que conjuntase a los nuevos estados-nación que iban consiguiendo su independencia política de las metrópolis europeas era congruente con la Doctrina Monroe, que consideraba a todo el continente como el área natural de influencia del proyecto imperial norteamericano. En su momento, el cubano José Martí supo advertir el regalo envenenado que ofrecía esta joven democracia si pasaban a depender de su economía las repúblicas emergentes del continente, recién cortadas sus cadenas con Europa. 

La moderna OEA adquiere su carácter fervientemente anticomunista después de la Segunda Guerra Mundial, puesto que el gobierno de Washington intenta limitar la influencia en todo el continente de la triunfante Unión Soviética sobre el nazismo. Además, la trayectoria de la OEA quedó marcada por su nacimiento en Colombia, que sucedió en medio de la rebelión popular de 1948 conocida como el ‘Bogotazo’, luego del asesinato del candidato liberal Jorge Eliecer Gaitán por órdenes de la oligarquía local apoya por Estados Unidos, que vieron en su campaña y en sus reivindicaciones de justicia social, una seria amenaza al orden excluyente que encabezaban —el mismo orden que hoy día vemos en crisis terminal en  medio de las protestas del pueblo colombiano—. 

El verdadero proyecto de crear una instancia para alinear con su política a los gobiernos de los países latinoamericanos y caribeños se constata con la expulsión de Cuba en 1962 y la nula condenación a las sucesivas dictaduras militares en todo el continente, auspiciadas por Washington. Esta trayectoria solo se modificó en la década de los noventas con el triunfo del bloque capitalista, teniendo la OEA que mudar su discurso político a la defensa abstracta de la libertad y de una democracia funcional a las mismas élites —lo que en última instancia se traduce como libertad de mercado y derecho a seguir mandando—. Así es como en el presente sigue empatándose la visión de las derechas del continente: con una instancia funcional a sus intereses como clase en el poder. 

La OEA es expresión palpable de ese pensamiento conservador que, siendo desplazado del poder político, hoy tiene amplios foros en los medios de comunicación tradicional y muchas organizaciones no gubernamentales. Son sus personeros, quienes se venden como representantes de “toda la sociedad”, quienes hoy día se convierten en un coro que vocifera y condena cualquier intento de reforma laboral, de mínima redistribución del gasto estatal o de defensa de las empresas públicas, con el epíteto de “comunistas”. Son sus intelectuales, “verdaderamente orgánicos” por defender sus intereses de clase, quienes solo replican el discurso de desprecio en contra de cualquier reivindicación popular y de sectores subalternos con el adjetivo de “populistas”. Son sus voces “plurales e independientes”, financiadas por agencias estatales y empresas privadas, quienes justifican sus privilegios de clase en el discurso glamuroso del emprendurismo y la épica de superación personal, para condenar a los pobres por “flojos” y “mantenidos”.

Sería ingenuo esperar una postura imparcial y objetiva de semejante polo de opinión conservador; no obstante, en momentos en que diferentes gobiernos de América Latina y el Caribe han defendido su independencia, sus representantes en este organismo continental han dado ejemplos de dignidad al cuestionar el proyecto hegemónico de los Estados Unidos. Este pequeño espacio de soberanía al interior de la OEA se volvió a perder con su actual Secretario General, el uruguayo Luis Almagro, quien terminó por alinearse a los intereses de Washington y convertirse un furibundo crítico de los gobiernos progresistas que respaldaron su candidatura.

Remitámonos al más reciente ejemplo de su descarado intervencionismo para desconfiar de su credo democrático. Durante las elecciones bolivianas de 2019, solo bastó que su delegación de observadores electorales declarara que existía la sospecha de irregularidades en el conteo de los votos que apuntaban a la reelección de Evo Morales, para que —sin pruebas sólidas— el secretario Almagro declarara la existencia de un fraude y comenzara toda una campaña mediática protagonizada por esas mismas voces de “demócratas” y “luchadores de la libertad”, con el objetivo de apuntalar y legitimar el golpe policíaco-militar en contra de todas las autoridades legalmente instituidas de Bolivia —que se resolvió con el exilio de presidente en funciones, la persecución de su gabinete y sendas matanzas en contra de sus militantes y detractores del golpismo—. 

Por esto, no se puede acudir a una instancia con el historial de la OEA a menos que los propios intereses de facción comulguen con el proyecto de subordinación política y económica que Estados Unidos ha impuesto a las naciones, por medio del apuntalamiento de sus élites locales. Con guante blanco se les invita a observar el proceso mexicano, pues paradójicamente son los viejos instrumentadores de fraudes contra la voluntad popular los que hoy acuden a su seno, para buscar —ellos sí— el intervencionismo.

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