Durante años nos dijeron que el sur era la reserva moral, cultural y ambiental del país. Que había que conservarlo, admirarlo… pero no tocarlo. Mientras el norte se llenaba de fábricas y el centro se volvía centro logístico y financiero, la Península de Yucatán fue tratada como un paréntesis: hermosa, sí, pero improductiva. Un territorio contemplado, más que desarrollado.
Esa lógica empieza a romperse. Y no por milagro, sino porque los datos y el sentido común ya no se pueden ignorar.
Hoy, la península tiene todo para cambiar su destino: más de 1,500 kilómetros de vías férreas en construcción o funcionamiento, conectando Cancún, Mérida y Campeche con el resto del país; tres aeropuertos internacionales que concentran casi todo el tráfico aéreo regional; dos puertos comerciales, Progreso y Seybaplaya que siguen en ampliación (aunque aún sin decidir si quieren mover soya o cemento); y una red de parques industriales, en fase inicial, que ya tiene tierra y que podría tener servicios con proximidad a la nueva infraestructura estratégica.
¿Suena bien? Pues todavía falta: participa de un sistema eléctrico con plantas de ciclo combinado y termoeléctricas con líneas de transmisión de 400 kV que siempre requerirán mejorar, acceso a agua subterránea —una valiosa joya en tiempos de estrés hídrico—, y una combinación de agroindustria, turismo, talento joven, investigación científica e innovación que ya quisiera más de una zona metropolitana.
Con esos ingredientes, cualquier otra región del mundo ya estaría desplegando una estrategia de desarrollo industrial con visión de 30 años, algo más grande que proyectos estatales. Aquí, en cambio, seguimos esperando a que alguien lo proponga desde la federación, como si la península necesitara permiso para crecer.
La Península necesita decisión y acción.
Porque sí, soñar en grande se vale. Pero también hay que imaginar con los pies en la tierra: pensar cómo romper el molde y cambiar la trayectoria. Treinta años —ni más, ni menos— es lo que toma consolidar cadenas productivas, formar generaciones de técnicos e ingenieros, atraer inversión con propósito y levantar un sistema plural e inclusivo, capaz de crear instituciones, instituciones y más instituciones políticas y económicas que detonen una espiral virtuosa. Así lo hicieron el Bajío, el norte de Italia, Corea del Sur y muchos más. No fue magia. Fue proyecto.
Para empezar, hay que dejar de pensar en cada estado como si compitiera con el otro. Ya basta de que Campeche le pelee a Yucatán, que Yucatán le quite la cámara a Quintana Roo y que todos vayan por su lado. Es momento de pensar como región: identificar sectores donde cada estado tenga un rol, articular capacidades, dejar de duplicar esfuerzos y empezar a sumar ventajas.
Un ejemplo claro: el alimento para animales. Yucatán tiene las plantas industriales. Campeche, la producción agrícola. Juntas, ya generan más de 1,200 empleos con una productividad de 250 mil pesos por trabajador. Pero las fábricas operan a media máquina y muchos insumos se compran fuera generando total dependencia. ¿Y si, en lugar de importar, los produjéramos aquí mismo?
Otro caso: biotecnología para nutrición animal. Suena sofisticado, pero ya pasa. Mérida tiene laboratorios que desarrollan probióticos, microbiomas y suplementos funcionales para aves y peces. Campeche tiene las materias primas. Quintana Roo, el mercado hotelero y agroexportador. Solo falta una cosa: conectar los puntos.
Y si hablamos de conectar, no podemos ignorar al Tren Maya. Puede gustarte o no, pero ya está ahí. Y tendrá todo para ser el sistema circulatorio de una economía peninsular articulada: cinco terminales intermodales, cuatro patios de operación, una espuela de carga y conexión con los puertos de Progreso y Seybaplaya. No es poca cosa: podría reducir en 30% los costos logísticos de sectores clave como agroindustria y materiales de construcción, y desarrollar centros logísticos de transporte multimodal en los principales puertos mercantes. El tren ya existe. El reto es ponerlo a trabajar a favor del desarrollo regional y no solo del turismo.
Porque no se trata de pedirle más a la federación, sino de dejar de esperar a que venga a rescatarnos. La península no necesita que le den, necesita que la dejen hacer. No falta tierra, ni infraestructura, ni talento. Falta una cosa: visión y acción compartida.
Una agenda de desarrollo peninsular no es un documento más. Es un pacto político que moviliza a gobiernos, empresarios, universidades y trabajadores. Uno que diga, con claridad: vamos juntos, y vamos en serio. Porque lo sabemos bien: la pobreza de una región no se explica por su geografía, ni por su cultura, ni porque sus líderes ignoren qué funciona. Se explica por las decisiones que no se toman, por pactos que eternizan beneficios, y por viejas posiciones —tan cómodas como temerosas— de administrar inercias en lugar de romperlas.
Y ojo: no se trata de copiar el Bajío, que hoy vive una resaca de exportaciones sin mercado interno. Se trata de construir otro modelo: uno con soberanía económica, cooperación territorial y producción con raíces.
La Península de Yucatán no está esperando el desarrollo: ya lo tiene en la puerta. Solo necesita dejar de competir consigo misma y atreverse a cooperar. Porque si nos decidimos, podemos ser más que un destino turístico o una zona de reserva.
Podemos ser el motor del nuevo sur.
Y tal vez —solo tal vez— lo que más nos ha frenado no ha sido la falta de condiciones… sino el miedo a crecer. A competir. A dejar de pedir permiso.
Y asumir, de una buena vez, que ya estamos listos.