Por: Héctor Alejandro Quintanar
Mientras se redactan estas líneas, los resultados de la elección intermedia de 2021 son aún una incógnita. El ambiente que las precedió, sin embargo, da indicios de qué panorama político podemos esperar en lo que, inevitablemente, significará este lunes 7 de junio: la antesala de la elección presidencial de 2024.
En los hechos, y en el grueso del país, no existe la polarización política: el mandato de López Obrador goza de una amplia simpatía ciudadana que redobla a la fuerza de sus opositores. No es una disputa entre bandos equivalentes, la realidad es que la ventaja de AMLO es amplia. En el debate público, la situación se invierte: en medios, diarios, columnas, y demás foros del espacio público, las mismas voces que acaparan micrófonos desde hace décadas han pintado ese panorama que pretende hacer creer que ellos y sus creencias son más de lo que miden e impactan más de lo que lo hacen. Como las marchas del FRENAA, que se organizan en coches para dar un tamaño artificial a su real dimensión, hoy se nos dice por todos lados que 2021 es una competencia casi equitativa entre las fuerzas del bien, el orden y la democracia contra la dictadura autoritaria de López Obrador.
Ese relato es absurdo. Hoy la disputa es importante pero mucho más sencilla: el reacomodo del Congreso para que los fines de la llamada Cuarta Transformación (contradictorios, a veces consistentes y siempre complejos) avancen, o, en cambio, para que la disminuida oposición logre un respiro y posible repunte desde el poder legislativo de cara a 2024. A nivel local, en congresos estatales, gubernaturas y alcaldías, la situación cambia y las disputas regionales adquirirán otro peso que no necesariamente se explica por una dicotomía “pro” o “anti” AMLO. Nuevo León es el ejemplo de ello.
¿Por qué entonces tiene tanto peso el cuento de que ayer domingo “el país se jugó el futuro”, si eso es una falsedad? Porque lo cierto de ese relato es que muchos integrantes de la oposición sí se están jugando su existencia. Y porque este relato ha sido la constante en el país desde 2004, cuando por primera vez desde 1988 un candidato de izquierda moderada aparecía como una opción realmente competitiva ante una venidera elección presidencial. Y ese candidato era López Obrador, entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de México.
Los resultados electorales de 2003 dejaban todo en claro: el engaño de Fox quedaba al descubierto, su farsa de “el cambio” se perdió en un maremoto de corruptelas documentadas (sus hijastros, su esposa, sus aliados como la Gordillo) o de frivolidades dispendiosas. Los electores cobraron eso en las urnas, al reducir de 224 diputados a 150 al PAN; mientras que la Ciudad de México se pintaba de lopezobradorismo de forma contundente al ganar su entonces partido, el PRD, 13 de 16 delegaciones y más de la mitad de sus diputaciones locales.
Ese fue el inicio de una disputa ilegítima: a partir de ese momento, el único proyecto de Vicente Fox fue hacer todo lo posible –incluidas trampas ilegales y desparpajos autoritarios- para detener a López Obrador. “Hay que parar a ese loco” exigía Martha Sahagún. “Vicente, si no paras a López, nos meterá a la cárcel a todos si gana la presidencia” se quejó Roberto Madrazo. “No permitas que ese populista gane la presidencia” le dijeron diversos empresarios en la casa de Rómulo O`Farril en la víspera de 2004. Fox obedeció a sus amos. A partir de ahí se gestó una andanada autoritaria apenas comparable con el fraude de 1988. Fox usó todo el peso mediático posible para expeler dos mentiras inmundas: la acusación de que “el chofer de AMLO ganaba 60 mil pesos” y la farsa del Paraje San Juan, que era un intento grotesco de sangrar las arcas capitalinas. Luego vino la culminación de un intento de golpe blando: el desafuero, que sólo pudo contenerse gracias a la mayor movilización ciudadana en la historia reciente de México, que a secas le dijo a Fox: “Basta” en sus delirantes intentos golpistas, en esa marcha histórica del 24 de abril donde un millón y medio de personas, tan sólo en la Ciudad de México, alzaron la voz para detener al autoritario golpista Fox. El mundo hizo lo propio: diversos mexicanos y ciudadanos de diferentes nacionalidades se manifestaron en París, Alemania, España y Sydney, entre otras muchas ciudades. Los premios nobel Pérez Esquivel y José Saramago, y escritores como Kapuscinski o Salman Rushdie condenaron la inmundicia de Fox contra AMLO desde Argentina, Portugal, Polonia y el Reino Unido. La intelectualidad latinoamericana y toda la intelectualidad y comentocracia mexicanas (salvo ciertos porros mediáticos, como Sánchez Susarrey, o los ideólogos del peñismo, como José Carreño Carlón) tuvieron la dignidad de oponerse al golpeteo antidemocrático perpetrado por Fox.
Cuando el 27 de abril de 2005 Fox dio marcha atrás al desafuero, se supuso que la contienda presidencial de 2006 se limpiaría y quedaría equitativa. Mas no fue así. Más bien se recrudeció por otras vías: la inversión criminal de dinero sucio para campañas ilegales contra AMLO (que en ese momento fu el gasto más grande en elecciones hasta entonces, y supuso la aparición de 460 mil espots ilegales de Fox de enero a mayo de 2006) y el mayor fraude electoral del Siglo XXI en México, amparados en la consigna fascistoide de que “López Obrador es un peligro para México” y sus seguidores “unos gatos, nacos revoltosos”, como solían decir los entonces ciberporros de Fox y Calderón, desde la Secretaría de Gobernación, en mensajes de propaganda sucia, con cargo al erario, que enviaron para contaminar el debate público, de manera ininterrumpida desde 2005 hasta 2012.
Hoy las cosas, ideológicamente, no han cambiado. El relato catastrofista, apocalíptico, de que López Obrador va a destruir al país (sin evidencia que sostenga tal delirio) sigue vigente. Hoy la cantaleta nos dice que “AMLO nos lleva a la dictadura” y “AMLO es un peligro para la democracia” y sus seguidores son “feligresía irracional” que sigue a un “falso mesías”. Entre este discurso de los Krauze-Turrent y revistas foráneas hoy y las mamarrachadas majaderas de Fox y Calderón sobre “el peligro para México” de 2006 no hay diferencia alguna. ¿Cuánta frustración causará sentirse liberal, ilustrado y demócrata, pero en el fondo y en la realidad no ser más que un reproductor de las bajezas simplonas de un hombre corrupto y anti-ilustrado, como Fox, y una bestia deshumanizada que ensangrentó al país, como Calderón? Quizá eso explique el enojo con que los ideólogos de la amlofobia hoy espetan sus diatribas y la insistencia tan innoble con la que insultan a los votantes que simpatizan con quien ellos no.
La realidad es que AMLO en 2018 ganó con las armas de la democracia, que guste o no, son las únicas que ha usado siempre. A López Obrador sólo se le puede recordar como un político que ha hecho campañas austeras, ceñidas a la ley, y a ras de suelo, por todo el país; y ha ejercido denuncias legítimas que han ayudado a la mejora de la institucionalidad y legalidad democrática, como las reformas electorales de 2007 y los saneos comiciales de Veracruz y Tabasco en los ochenta y noventa. Al “autoritario” AMLO jamás le van a encontrar ni campañas de desprestigio ilegales contra sus adversarios, ni inversiones de dinero sucio en elecciones, ni empleo de instituciones para demeritar candidatos populares ni inyección cuantiosa de dinero turbio a compra de voluntades y tráfico de opiniones, ni desafueros golpistas contra políticos inocentes. ¿Ya se ve lo insostenible del relato maniqueo de “o votamos por el PRIAN o se viene la Barbarie”?
Hoy empezamos el camino hacia 2024. Como desde hace quince años, la comentocracia se desgasta en este relato maniqueo. El país es más grande que ellos, quienes, por fortuna, hoy no tienen la fuerza institucional para hacer chicanas golpistas. Pero sí tienen la fuerza mediática para mantener vivo ese discurso dicotómico. De nosotros depende complejizarlo. El desafuero jurídico y mediático contra AMLO debió quedarse en el pasado. Sus adversarios llevan ya varios lustros usufructuando la resaca del desafuero.