Como pocos, Gramsci entendió que toda lucha política es, en el fondo, una lucha cultural. No como ornamento ni como industria, sino como el terreno donde se forja lo que la gente considera “natural”, “lógico” o “normal”. Desde la cárcel, escribió que el poder no se sostiene sólo con la fuerza, sino con el consentimiento; y ese consentimiento se construye a partir de ideas, valores, relatos compartidos.
En el México actual, sin citarlo, Andrés Manuel López Obrador recogió esa enseñanza. A la par del combate contra la corrupción y el entreguismo neoliberal, promovió —con paciencia de siglos— una revolución más silenciosa pero quizá más decisiva: la revolución de las conciencias.
No se trataba únicamente de construir refinerías, aeropuertos o trenes. Se trataba de cambiar la narrativa. De desmontar el mito de que el Pueblo “no sabe”, de que los tecnócratas deben gobernar sin preguntar, de que el saqueo disfrazado de modernidad es inevitable. La Cuarta Transformación comenzó mucho antes de llegar al poder: nació en las plazas públicas, en el casa por casa, en el trabajo de siembra paciente entre el Pueblo bueno. La raíz venía de más atrás: del rechazo cotidiano a los dogmas neoliberales y de la memoria viva de un México más justo.
Gramsci hablaba del intelectual orgánico: aquel que no escribe para las élites, sino que ayuda a su clase a pensarse y organizarse. López Obrador encarnó una versión latinoamericana de esa figura. No desde las universidades, sino desde la pedagogía popular: en las plazas, en las giras, y luego, en las conferencias matutinas, con la explicación paciente, el ejemplo ético y la convicción de que el Pueblo no es tonto, sino sabio e inteligente.
Mientras el viejo régimen apostaba por el espectáculo, López Obrador apostó por la palabra. Mientras los medios utilizaban el miedo y el clasismo para imponer su visión, él apeló a la historia de México: a Juárez, a Madero, a Cárdenas, a la memoria larga de las resistencias populares. Reconfiguró el horizonte: lo posible dejó de ser lo que dictaba el Fondo Monetario Internacional y pasó a ser lo que exigía la dignidad del Pueblo.
Esa tarea, profundamente gramsciana, fue también una apuesta ética. En vez de vender ilusiones de mercado, convocó a valores reales: honestidad, fraternidad, justicia. No construyó una base electoral con anuncios, sino una ciudadanía despierta a fuerza de discurso directo, cercanía y diálogo sin intermediarios. No se trataba sólo de gobernar: se trataba de formar consciencias.
La palabra fue su herramienta principal, pero no la única. Las giras constantes —sin filtros ni teleprompters— tejieron una red afectiva entre gobierno y Pueblo. El periódico Regeneración y las conferencias matutinas se convirtieron en trincheras cotidianas contra la narrativa hegemónica de los privilegiados. Y en la repetición de frases simples —“por el bien de todos, primero los pobres” y “amor con amor se paga”— encapsuló, sin tecnicismos, el alma de su proyecto: poner en el centro a quienes la historia había dejado fuera.
Porque mientras los grandes medios sigan en manos de quienes defienden los privilegios de una minoría rapaz, el proyecto popular será, ante todo, una oposición cultural, aunque esté en el gobierno. La verdadera disputa no es sólo por las instituciones: es por el sentido común de la nación.
Por eso la reacción ha sido tan virulenta. Porque la derecha entendió que esta transformación no era simplemente administrativa, sino civilizatoria. Que no se trataba de ocupar cargos, sino de cambiar conciencias. Y para quienes construyeron su poder sobre la resignación y el olvido, eso es intolerable.
Y, sin embargo, el cambio echó raíz. Hoy millones no sólo votan distinto: piensan distinto. Cuestionan lo que antes parecía intocable. Se saben protagonistas, no espectadores. Esa es la verdadera revolución: la que no necesita armas, porque transforma desde adentro; la que no se ve en los noticieros, pero se respira en las calles y en la esperanza compartida.
Por eso la Cuarta Transformación es más que un gobierno: es un movimiento cultural, una disputa por el alma de la nación. Lo que está en juego no es sólo el control de las instituciones, sino el relato que nos contamos como país. La derecha lo sabe y por eso reacciona con furia: no soporta que el Pueblo se haya atrevido a pensar con cabeza propia, a reírse de sus dogmas, a imaginar otro futuro.
Gramsci decía que el viejo mundo tarda en morir y que el nuevo tarda en nacer. En México, gracias a la revolución de las conciencias, el nuevo mundo ya empezó a hablar. Y lo hace con acento popular, con memoria histórica y con la convicción de que el cambio verdadero no se impone: se construye desde abajo y a la izquierda.
Este despertar no es efímero. La revolución de las conciencias sembró algo más hondo que un voto: sembró dignidad. Hoy el Pueblo sabe que su voz pesa, que su palabra transforma. Ya no depende de un líder, sino de una comunidad despierta. La Cuarta Transformación no es un instante: es un proceso vivo, que crece como crecen las raíces: firmes, silenciosas, imparables.