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Las emociones en la política y la política generizada

En algunos estudios sobre la percepción de las mujeres en la política, se advierten criterios que a las y los electores les interesan, como los supuestos relacionados con el estereotipo de género al considerarlas más preocupadas por la gente, más honestas y menos corruptas, más comprensivas, humanas y cooperativas, más preparadas en “temas de mujer”, realizando campañas de ayuda, políticas sociales en educación y salud. También son percibidas como más democráticas y liberales, más emocionales, conflictivas, con falta de carácter, decisión y competitividad, así como menos relacionadas con las luchas de poder y con el triunfo electoral (Viladot, 1999; Martínez y Salcedo, 1999; Fernández Poncela, 2012)[1]

Estas características responden a lo esperado de las mujeres, es decir, al rol estereotipado que se ha construido sobre nosotras. ¿Por qué importa dar cuenta de estas valoraciones? Porque se relacionan directamente con las emociones que despiertan las mujeres cuando acceden a un cargo de representación, o sea, cuando hacen vida política en los partidos o en las organizaciones sociales.

¿Por qué nos importa reconocer los afectos, las emociones y los sentimientos en la política? Porque como lo dice Victoria Camps, las emociones son los “móviles de la acción, unas nos llevan a actuar y otras nos llevan a escondernos o a huir de la realidad”. Para la autora, gobernar, moderar o incentivar las emociones, es cuidar que no se naturalicen, ya que el entorno económico, social, cultural, ideológico y jurídico en el que se desarrolla la conducta de las personas determina en gran parte los sentimientos.  Entonces, al ser las emociones expresiones humanas, damos por sentado que se construyen socialmente y dicha construcción social, las moldea, crea o destruye en función de las costumbres y necesidades.

Cuando las mujeres entran a la escena política, se espera que se desempeñe desde esa construcción social estereotipada y generizada, es decir, que tenga un «comportamiento femenino» y por ende subordinado a los cánones de lo que eso significa social y culturalmente. Caso contrario resulta cuando una mujer se posiciona como fuerte y con liderazgo, entonces, desde las posiciones de dominación masculina, se dice que se ha “masculinizado” y se le suele castigar por haber abandonado sus atributos femeninos.

Esto nos muestra que el liderazgo está asociado a ideas y emociones de fuerza y valentía, que se considera propio de los hombres; la debilidad y sensibilidad está asociada a las mujeres, por tanto, esos sentimientos estarían ad hoc en todas. No se acostumbra que las mujeres discutan, analicen y menos que rompan los estereotipos en la participación política, al contrario, se espera que mientras más “femeninas”, sean, son mayormente aceptadas. A estos supuestos, los denominamos política generizada, porque reproduce prejuicios y estereotipos, que en muchas ocasiones ni siquiera ellas mismas lo perciben como un juego sucio en su contra o que ellas practican contra otras mujeres.

En los feminismos se habla de sororidad como aquella relación de reconocimiento y afecto que pueden desarrollar las mujeres y que, por supuesto, no se da por antonomasia, sino que son procesos afectivos y emocionales que se tienen que construir entre mujeres. Para Camps la falta de cohesión depende de un vínculo emocional, de sentirnos parte de una misma comunidad o un mismo proyecto de la humanidad. Hago este símil llevandolo a las relaciones sociales, no se trata solo del reconocimiento entre las mujeres, sino que se reconozca el papel social de las mujeres en la vida política.

La incorporación de las mujeres a la política ha sido lento y complejo. Y cuando se apela a las emociones que despiertan los valores de la feminidad, ésta adquiere una función normativa en el control de los cuerpos generizados, es decir, los cuerpos se envisten de un conjunto de atributos que están ligados a un «ideal femenino», que desde posiciones críticas lo consideramos parte de la dominación masculina, y que desafortundamente afecta la construcción de un interés común, apelamos a sentimientos y emociones para sentirnos y vernos como enemigas. Dice Ahmed que «una política» que es crítica, no puede desvincular los afectos de las historias de violen­cia, justicia y desigualdad que vivimos las mujeres[2] .

Desde el patriarcado se ha impuesto un modelo masculino para deslegitimar y desestimar las luchas feministas y de las mujeres y esos sentimientos y emociones que han impuesto la exclusión y las violencias, también nos pueden permitir construir lo colectivo y organizar la lucha feminista.


[1] Fernández Poncela, Anna María: Caracterización de las mujeres en la política hoy: un estudio en la ciudad de México Nóesis. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 25, núm. 49, enero-junio, 2016, pp. 46-66. Instituto de Ciencias Sociales y Administración. Ciudad Juárez, México

[2] Ahmed, Sara: La política cultural de las emociones, UNAM. 2015

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