El propósito de lo público es la felicidad. No hay manera más sencilla y directa de decirlo. Por más lejos que suene de los indicadores macroeconómicos preferidos de la tecnocracia, no se trata de una idea nueva ni revolucionaria. Si mal no recuerdo, existen por ahí registros de más de dos siglos, donde sofisticados filósofos ingleses discutían sobre el tema. La discusión era más o menos del estilo: los gobiernos, o dictan lo que cada persona debe hacer para ser feliz, o crean las condiciones para que cada persona busque la felicidad individualmente. La primera opción es imposible. Es una verdad de sentido común que incluso cuando pueda llegar a darse la coincidencia de que compartamos gustos con otros, frecuentemente habrá muchas divergencias: están los fanáticos del agua de Jamaica y sus furiosos detractores diciendo que sabe a tierra; los que desesperan por la vuelta de los romeritos en temporada navideña, y quienes cancelarían el invierno y todo lo que conlleva si pudieran.
La segunda alternativa sería razonable si no fuera porque a menudo se usa como una excusa para el abandono mutuo y el sálvese-quien-pueda. Si alguien se mete fentanilo para terminar reptando en las calles como muerto viviente, se emborracha todos los días hasta las fronteras de la ceguera y la demencia, o se envenena la sangre a fuerza de infundirla con el alquitrán de un cigarrillo tras otro, estamos frente a la mejor de las situaciones posibles. Qué cada quien haga lo que se le pegue a la gana y, mientras no afecte directamente -porque de efectos indirectos no hay manera de escaparnos —a otro; todo bien—.
No puedo negar el placer que nos empuja a actuar de una otra manera. Pero puedo proponer al menos, que hay maneras de ser feliz más compatibles con la vida. Fui feliz hace poco.
Nunca fui tan feliz como cuando viví en un pueblo en el que podía verlos todos los días sin esfuerzo.
Nunca fui tan feliz como cuando podía correr por las veredas que abrazaban al rio Mossa bajo el sol, o bajo la lluvia.
Nunca fui tan feliz como cuando podía llevar mi guitarra al parque y escucharlos tocar y cantar.
Nunca fui tan feliz -tan feliz que cuando ella no estaba ahí, me preguntaba a mí mismo si no lo estaba soñando todo, si no me había vuelto finalmente loco- como cuando su rostro era el primer ultimo evento que mi consciencia guardaba del día.
Nunca fui tan feliz como cuando se comía mi comida, se reía de mi acento, y andábamos juntos resolviendo problemas intrascendentes de nuestros mundos cotidianos.
El lujo tiene su ojos redondos y su cabello castaño, su humor inocente, su sonrisa gigantesca y espontánea, su gentileza temerosa e infinita.
La felicidad no es lugar adecuado, sino un momento adecuado: conectados con los otros, con un nivel de certeza y seguridad de amistad, casa y sustento que nos permitan disfrutar el presente, sin lamentar o anhelar, como escapatorias, el pasado o el futuro.
No pensé siquiera en un auto o en una casa en particular, no pensé en un monto aproximado de ingresos mensuales. Ellos serán seguramente instrumentales -útiles para lograr la felicidad – pero nunca un componente esencial de ella. He aquí la amenaza mortal que el valor de lo común le presenta al capitalismo contemporáneo.
Reducen incidentes en escuelas de Baja California durante periodo vacacional ñ
Como resultado de la coordinación entre comunidad, corporaciones policiacas y el Gobierno de Baja California, durante el periodo vacacional decembrino, se redujo en un 30