«Nosotros sí acabamos la primaria”, grita desde su balcón un orgulloso opositor mientras graba con su celular a un promotor del voto de Morena quien, ante la negativa y burla, se retira sin más que deseando buenas tardes. El video fue reproducido en redes como un trofeo, hasta por cierto comunicador reconocido por sus alabanzas al poder. Acto premeditado, con el único afán de humillar y “demostrar” que la escuela y la preparación académica les conceden cierta superioridad.
Este hecho fue muy ilustrativo del móvil de gran parte de la oposición, que aunque no es homogénea, sí tiene una constante en los diversos grupos que la conforman; el Presidente los repartía en dos principales versiones: los conservadores que orgullosamente se afanan de serlo —citando al líder charro Fidel Herrera cuando cínicamente decía “soy charro y qué”— y los segundos —en su mayoría ignorantes de serlo— quienes, por el contrario, viven en la ilusión de ser algún día como los primeros que imitan, contemplando desde fuera el aparador. Sin embargo, ambos se alimentan de la desgracia, como fue la tragedia de la línea 12 del metro, para regocijarse mientras dicen: “te lo dije”.
Los segundos, despolitizados (más numerosos que los que realmente pertenecen al círculo rojo) y con acceso a los estándares de consumo, se creen más listos que el resto al decir que “todos son iguales” para intentar desincentivar la participación y mencionar que la idea de lo “ciudadano” es la solución a todos los problemas: que los partidos políticos, que López, que los pobres, que los tontos y los incultos son los causantes de todas las dificultades con el hecho de existir. Obsesionados con los títulos, presumen de tener “conocimientos” que se repiten en el espejo como narcisos, que solo sus propios ojos admiran y reconocen, como si estos títulos fueran una especie de bálsamo ante su desgracia de no ser de “los de arriba”.
Regatean logros, por ejemplo: agradecen al presidente de Estados Unidos la llegada de vacunas al país omitiendo la participación de México en todos los ensayos de las vacunas a nivel mundial y el constante llamado de nuestro país a la repartición equitativa de las mismas, con el desdén que les caracteriza.
Esta idea de que la “masa” es insalvable y una forma desafortunada de la sociedad, en el fondo esconde un complejo de clasismo y racismo que aqueja a quienes tienen el infortunio de no conocer y no vivir la realidad de su propia patria; idealizan “cómo deben ser” las personas con discapacidad, las personas y comunidades indígenas, las personas jóvenes, las mujeres, los estudiantes y los adultos mayores… En su cabeza no son merecedores de ninguna “beca” que ingenuamente creen pagar con el raquítico ingreso por concepto de ISR que recibe la nación de sus sueldos.
A diferencia de estos, la verdadera élite afectada por no ser beneficiada de las prebendas públicas tiene los suficientes recursos y herramientas para subsistir y articularse; sin embargo se han enfrentado a que esto ya no sea suficiente para su permanencia en el poder y ser partícipes de las decisiones del país.
La idea de lo público y la percepción de los problemas no son los mismos en las élites (que no necesariamente son las más cultas) que en el grueso del Pueblo. El llamado “círculo rojo” o “circulo verde” opina diario pretendiendo cambiar la opinión del grueso de la población, por ejemplo: durante la campaña de 2018 intentaron insertar la percepción de que el hoy Presidente, primero encabezaría las preferencias y más tarde sería alcanzado por Meade —a quien ni su propia militancia reconocía—. Cuando en la realidad que les abofeteaba cada día, el respaldo para el hoy Presidente era apabullante.
Así, los agoreros que tienen a la mano los medios masivos se hablan y se escuchan entre sí; se miran entre sí, perdidos en el laberinto del “círculo rojo” que cercaron con sus privilegios y distancia del Pueblo; se hacen eco entre sí, creyendo que su palabra “pesa” sobre otras, y aunque eso fuera cierto o cercano, para efectos electorales su voto vale mismo que el de un campesino de la sierra o una trabajadora del hogar.
Ondean la bandera de “ciudadanos de a pie” cuando es necesario, pero cuando les cuestionan sobre el porqué de vivir del Estado y la razón de sus prebendas, sacan la tarjeta de los nombramientos y múltiples diplomas que —en el fondo— no son más que la compra de nominaciones. Es por ello que, aunque quieran llevar la conversación a lo que creen importante, no se debe perder de vista que los títulos y sus múltiples apellidos son lo más irrelevante cuando se trata de la democracia y la participación sustantiva de las personas.
Una cosa distinta es entender la política como el acto de intercambio de favores políticos o “tomarse el café” para conversar sobre los problemas sociales con aires de intelectualidad y otra muy distinta es la creación del poder popular que, muy a pesar de los de arriba, crece con la politización de las personas y su participación sustantiva en los asuntos y su solución. “La política es cosa de políticos” se dicen entre sí, pretendiendo alejar a la gente de que opine dejando el campo libre a seguir haciendo de la política un negocio oligárquico.
En resumen: podrán las elites cambiar su composición, rotarse, seguir haciendo acuerdos, comprar entrevistas, negociar espacios, pero lo cierto es que el poder no se palpa en algún escritorio u oficina por muy alta jerarquía en la que esté; el poder sólo reside en el Pueblo y su voluntad. Los agoreros que se pretenden cimentar en la desesperanza se toparán de nuevo con pared ante la inaplazable transformación. Esta columna la redacté pensado en el brigadista Juan Carlos Pacheco de Morena quien, ante la violencia y el odio, puso en práctica los valores máximos de la Cuarta Transformación y los fundamentos de aquella republica amorosa sobre la que Andrés Manuel López Obrador escribía en 2011: no hay nada más noble y más bello que preocuparse por los demás y que la felicidad también se puede hallar cuando se actúa en beneficio de otros.