Las calles deben ser seguras para todas las personas; eso no debería ser debatible. Sin embargo, en muchas ocasiones se prioriza a ciertos sectores de la población, lo que dificulta modificar o regular conductas que afectan la convivencia urbana. Esto es evidente cuando las ciudades intentan adaptar sus vialidades para proteger a peatones y ciclistas: los automovilistas deben reducir su velocidad y estar más atentos a su entorno, pero algunos interpretan esto como una afectación a su «derecho a la velocidad».
No hace falta una investigación exhaustiva para confirmarlo; basta observar el día a día: automovilistas que, por ir con prisa, no se detienen y terminan cometiendo homicidios. ¿Qué falló para que esto sea casi una rutina? Falló el sistema, un modelo que durante décadas ha diseñado calles, bulevares y carreteras exclusivas para coches, como si el resto no existiéramos. En algún momento, alguien —con aparente buena intención— ideó una solución equivocada: en vez de obligar a los conductores a respetar, trasladó la responsabilidad a los peatones mediante los puentes peatonales. Es decir, si un auto no frena, la culpa es de quien cruza; para «protegerlo», se le obliga a subir escaleras.
Los defensores acérrimos del automóvil suelen burlarse compartiendo memes de un perro que «sí usa el puente», insinuando que los peatones son irracionales por no hacerlo. Esta comparación no solo refleja insensibilidad, sino también un análisis superficial: ignoran por qué la gente prefiere cruzar al nivel de la calle (nos tachan de flojos, pero el problema es más complejo). La realidad es que caminar es un acto natural, y los peatones no deberían verse forzados a adaptarse a infraestructuras incómodas solo para no «molestar» a los automóviles.
Este conflicto se ha hecho visible en ciudades como Puebla, donde la aplicación de la Ley de Movilidad Segura generó polémica. Tras eliminar cruces peatonales en avenidas concurridas —privilegiando el flujo vehicular—, las autoridades instalaron puentes «antipeatonales» con rampas y elevadores, argumentando accesibilidad. La ciudadanía rechazó la medida, exigió reinstalar los cruces a ras de suelo y, finalmente, se revirtió la decisión. El resultado: un gasto público absurdo (quitar lo existente, poner puentes, y luego volver a lo inicial) que revela ineficiencia, posible corrupción y la resistencia gubernamental a abandonar un modelo de movilidad obsoleto.
En un país en transformación como México, es urgente replantear la movilidad. Las ciudades necesitan transporte público digno, pero también calles seguras para caminar y pedalear, donde los accidentes vehiculares sean la excepción. El bienestar también implica ofrecer alternativas eficientes que reduzcan el tiempo perdido en el tráfico —causado, en gran medida, por los automóviles—. Por una Cuarta Transformación sin puentes antipeatonales.