Uno de los errores más frecuentes que cometen los dirigentes de los partidos políticos es creer en los supercandidatos. Al menos públicamente, manifiestan que con tales o cuales perfiles van a ser decisivos en contiendas cerradas o que saldrán victoriosos de coyunturas que parecen irreversibles.
Al día de hoy me parece muy complicado, casi imposible, estimar cuántos votos puede garantizar un apellido o un perfil para ser considerado decisivo en un proceso electoral. Creo que la gente vota y siempre votará por los proyectos políticos, no por los hombres y las mujeres que los encabecen. Cuando hay sorpresas es porque no hay una lectura correcta de la calle.
Durante las campañas, más allá de formas, todos atienden las mismas estrategias: diálogos con los vecinos, reuniones sectoriales, saludo a ciudadanos en cruceros, entrevistas en medios, compromisos firmados con asociaciones civiles para agendas o la participación en debates organizados por la autoridad electoral. El tiempo establecido para el proselitismo es muy poco, por ello pienso que la gente se convence antes y no durante una campaña.
Si bien es importante quién está al frente del timón, más bien la responsabilidad de un candidato es administrar la tendencia positiva que trae la fuerza política que lo representa. Si la tendencia es negativa, tendrá que innovar en las formas de comunicar y cambiar la política de alianzas.
Días antes de la elección del 2 de junio, el Ing. Cuauhtémoc Cárdenas compartió que en los tiempos actuales sería muy complicado hacer un fraude electoral como él lo vivió en la elección de 1988, organizadas en este entonces por la Secretaría de Gobernación, pues ahora hay más instituciones, ciudadanos más politizados que participan, vigilancia desde el exterior, mayor apertura en la prensa y la aparición de las redes sociales.
He visto perder a candidatos que presumen tener linaje político, que dicen tener votos corporativos por actividades económicas y administrativas, que han sido candidatos tantas veces que, asumen, su nombre está grabado en el imaginario de los que salen a votar. A su vez, también se de candidatos que durante las contiendas no se molestaron en repartir un volante y ganaron con ventajas hasta de 2 a 1 respecto a su más cercano competidor. Entonces, debe haber algo más que solo el perfil y su agenda durante las campañas.
Sin duda, hay muchos factores que están ahí. Podemos coincidir en la importancia de tener candidatos que se desempeñen en la función pública con honestidad, la formación académica, la sensibilidad social, la rendición de cuentas y la transparencia en la toma de decisiones; pero todos hemos visto perder candidatos con estas características. No por su perfil político y profesional, sino por el partido y los proyectos que representan.
No podemos pedir que la gente adopte nuestros criterios al votar. Más bien, las personas que buscan ser representantes populares deben buscar el justo equilibro entre sus aspiraciones políticas, las demandas de la sociedad, la tendencia o coyuntura política y la correlación de fuerzas del adversario.
El voto es un deber cívico, ser votado es un derecho y la posibilidad de participar como candidato en una elección debe ser una decisión tomada con la mayor de las responsabilidades, con mucha mesura y seriedad.
Si hay que otorgar la categoría de supercandidatos, basta recordar aquel acto de decencia y ética política del Ingeniero Heberto Castillo, al declinar su candidatura para sumarse a Cuauhtémoc Cárdenas en una época donde las libertades políticas se disputaban en los procesos electorales. En aquel entonces, ser candidato de oposición era un acto de valentía, y declinar para fortalecer a quien estuvo mejor posicionado, un acto de congruencia política.