En el altar pusimos los básicos: pan, mandarinas, cañas, camote, dulce de calabaza, un roncito, el fuego de las veladoras y la guía del cempasúchil– para que nuestros invitados de la madrugada del Día de Muertos no se perdieran– y de remate una generosa ofrenda de chiles secos que perfumaron la sala de la casa.
Justo es lo que queríamos ofrecer de plato principal a nuestros ancestros: un variado menú de esencias fundamentales de la comida mexicana: unos chipotles mecos, chiles costeños, cascabel, chilhuacle negro, guajillo y unos pocos pasillas – esa seca dulzura en la que se transforma el chile chilaca–, para reconfortar su largo viaje con picosos suspiros.
Antes que el picor, los chiles son las vías por las que se conduce el sabor de un bocado. El aroma de la salsa de un guiso genera las expectativas del tragón en turno: los chiles serranos de la salsa verde de un chicharrón, junto con el aromático cilantro, informan a la nariz lo que la lengua debe esperar; después de la mordida, la promesa se diluye o se corrobora; ese juego es la esencia de la cocina nacional.
Al igual que la cocina, la ofrenda se trata combinar aromas antes que la muy sofisticada experiencia visual. Nuestros muertos vienen a oler su comida favorita y de paso revisar que en la vida nos esté yendo bien (tranquilo, al menos), porque el olfato es la más personal, sincera y directa de involucrarnos con el mundo.
Por un aroma recordamos nuestro primer beso, un abrazo de nuestra madre o la taquería en la que tus padres te bautizaron en la fe del suadero; por el aroma de un chile tostado, intuimos el mole y el recado negro, la salsa tatemada o el chile relleno. Porque el chile es ingredientes, especia y solución tecnológica, por separado o las tres juntas.
Al fuego, los chiles secos ahúman el entorno, lo santifican y trasforman; también lo pueden hacer inhabitable –recordemos las torturas y correctivos mexicas– porque los chiles son energía concentrada y esperando a ser transformada. En mucho, la comida mexicana es una sofisticación constante del tratamiento de los chiles, no solo como el aditivo picosa para potenciar sabores, también como la cortina de mago que transforma a un ingrediente soso como un chayote, por ejemplo, en un protagonista de altos vuelos.
Durante los últimos 6, 900 años (según la evidencia más antigua de semillas de chile encontradas en México) hemos perfeccionado el tratamiento, uso y preparación de los chiles. Sobre todo, han sido la plataforma sobra la cual nos lanzamos a nuevas aventuras culinarias: los encurtimos o los convertimos en moles, salas y adobos tan diversos como los chiles que habitan el territorio nacional.
Los chiles nos conducen por sus propios caminos dejando pistas en la ruta. Esta vez, los ofrendamos a nuestros viejos para que saciaran su hambre e intercedieran antes la naturaleza para que nunca nos falten los chilhuacles en la mesa.
Esta madrugada los difuntos se fueron y los chiles siguieron junto a las veladoras y el dulce de calabaza; pero ahora huelen menos, quizá mi abuela se atragantó de los recuerdos de chipotle y el pasilla.
Diego Mejía. La hizo de reportero, editor y repostero. También es copy y locutor en #Mancha por @nofm_radio.
@diegmej
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